En el siglo X, Córdoba llegó a ser considerada la ciudad más grande del mundo. Mil años antes se la mencionaba como la ciudad más importante del imperio romano. En todos los casos siempre fue calificada como la más culta. Hoy, la Unesco la ha declarado Patrimonio de la Humanidad. El título lo merece. Córdoba fue el gran laboratorio social donde moros, judíos y cristianos convivieron durante siglos en paz produciendo una de las culturas más refinadas y exquisitas de Europa. Las huellas de ese pasado glorioso sobreviven en los templos, los puentes, los jardines y los palacios. Córdoba es española y andaluza. También es de izquierda. Desde la recuperación de la democracia es gobernada por Izquierda Unida, y no deja de ser una paradoja que una de las ciudades más tradicionales de España sea gobernada por la expresión más radicalizada de la izquierda.
Llegamos a Córdoba más o menos a las cinco de la tarde, la hora de los toros, como se dice por estos pagos. Estaba nublado, caía una fina llovizna, pero no hacía frío. Para nuestro modesto orgullo lugareño, una de las avenidas importantes se llama República Argentina. Otro si digo. En esos mapas que entregan en las oficinas de turismo me enteré que la ciudad está hermanada con nuestra Córdoba, “la Docta”. No somos los únicos que gozamos de esos favores Como esas cálidas y experimentadas amantes a quienes los años les dan prestigio y otras lisonjas, Córdoba no le dice que no a nadie y mantiene relaciones con más de quince ciudades; entre ellas: San Pablo, Damasco, Manchester, La Habana, Belén y Nüremberg.
El hotel donde nos alojamos se levanta sobre una de las orillas del Guadalquivir. Para llegar a la ciudad vieja -el casco histórico- hay que cruzar caminando el famoso Puente Romano. Se puede hacer el trayecto sin temores de ninguna naturaleza, sabiendo de antemano que no somos los primeros en realizar semejante hazaña. Por lo pronto, los cordobeses lo vienen haciendo desde hace veinte siglos.
No voy a describir la ciudad vieja de Córdoba porque hay innumerables folletos turísticos que lo hacen con más precisión que yo. Lo que puedo decir es que da gusto caminar por estas calles, da gusto incluso a pesar de la llovizna. Don Luis de Góngora y Argote, cordobés nacido y criado en esta ciudad, la inmortalizó en uno de sus más recordados poemas: “¡Oh excelso muro/ Oh torres coronadas/ De honor, de majestad, de gallardía! ¡Oh gran río/ gran rey de Andalucía/ de arenas nobles, ya que no doradas!”. Góngora, junto con Quevedo y Lope de Vega, fueron los poetas más representativos de llamado Siglo de Oro español. Sólo en este punto estos tres escritores coincidieron, porque en la vida real se dedicaron a ridiculizarse a través de sonetos ofensivos.
De todos modos, Góngora es uno de los grandes poetas de la literatura de todos los tiempos. Sus experimentos con el lenguaje, su fino oído musical y su dominio de la lengua, siguen siendo motivo de investigación para los estudiantes de letras y para todos aquellos que se interesen por la poesía.
Algunos de sus poemas se recuperaron, como canciones populares. Es el caso de Paco Ibáñez con el tema que se inicia con la siguiente estrofa: “La más bella niña/ de nuestro lugar/ hoy viuda y sola/ ayer por casar...”. O, “Lloraba la niña/ (y tenía razón) /la prolija ausencia/ de su ingrato amor”.
Como toda ciudad andaluza, en Córdoba las corridas de toros constituyen una de sus tradiciones más honorables. De Córdoba fueron Carlos Corpas, Manolete, Alfonso Galán, y el mítico Manuel Benítez, “el Cordobés”. Pregunté si ese domingo se celebraba alguna corrida en la ciudad o en los pueblos vecinos, y me contestaron que hasta abril no hay toros en Córdoba. Para paliar la mala noticia, fuimos a cenar a un patio andaluz, uno de esos patios con azulejos, aljibes y plantas y flores. No recuerdo qué pidió mi mujer para comer, pero yo elegí rabo de toro, uno de los platos típicos de la ciudad.
De Córdoba fuimos hasta Algeciras, es decir, la última ciudad de España. Más allá están el estrecho de Gibraltar y África. En Algeciras nos alojamos en el hotel Reina Cristina (es innecesario aclarar que el nombre pertenece a una verdadera reina, española, para más datos), el mismo donde en algún momento se alojaron Winston Churchill y Orson Welles.
Se trata de un hotel magnifico, construido a principios del siglo veinte y que entre otras distinciones cuenta con el privilegio de haber brindado en 1906 sus salones para que se celebrara la Conferencia de Algeciras, una reunión diplomática donde las principales potencias colonizadoras de Europa se reunieron para repartirse zonas de influencia en el norte de África. Por cierto, el motivo de la reunión no fue noble, pero cien años después el testimonio histórico merece ser tenido en cuenta, sobre todo cuando en el principal salón del hotel se ve una foto ampliada en la que hombres de frac y bigotes atusados posan para la historia.
No hay mucho para conocer en Algeciras, salvo el puerto que, según los lugareños, es uno de los principales de España. No hay mucho para conocer en Algeciras, pero el hotel Reina Cristina justifica el viaje, y estar allí es siempre un buen pretexto para incursionar por Gibraltar. Con respecto al hotel, puedo decir que para quienes tenemos cierta sensibilidad histórica y nos hemos pasado largas horas viendo películas de espionaje en las guerras mundiales, estar en el Reina Cristina es algo así como sentirse protagonista de algunas de esas escenas. Yo no sé si los empleados del hotel exageraron o me engañaron. Según ellos, el hotel fue el centro principal del espionaje de la Segunda Guerra Mundial. Alemanes, ingleses, norteamericanos e italianos ocupaban sus suites y se dedicaban a espiarse mutuamente en un territorio donde, en los días de sol, desde las ventanas se ve la costa africana.
Fue esa cercanía con África lo que le otorgaba a Algeciras un lugar privilegiado para las faenas de inteligencia y contrainteligencia. Es más, se asegura que en algún momento se propuso que la película “Casablanca” se filmara en Algeciras. No ocurrió así, como todos lo sabemos, pero lo que es verdad es que el personal de la película se alojaba en el Reina Cristina.
El viaje a Gibraltar es interesante por diferentes razones. En primer lugar, porque a todo argentino le provoca una inmediata asociación con las Malvinas. Hasta allí llegan las coincidencias. Gibraltar y Malvinas fueron ocupadas por los ingleses, pero con más de un siglo de diferencia. Fue la guerra de sucesión entre los Borbones y los Austrias lo que le permitió a Gran Bretaña ocupar el estrecho y quedarse allí hasta ahora. A diferencia de las Malvinas, Gibraltar está “pegado” a España. A Gibraltar se llega en auto y muy podría llegarse caminando. Uno se da cuenta que está en otro lugar porque las banderas inglesas y los retratos de la reina Isabel se encargan de recordarlo. Por lo demás, todo se parece a España, porque hasta el idioma que hablan los “llanitos” (así le dicen a los habitantes del peñasco), está matizado y hasta saturado por modismos españoles.
Que Gibraltar es español no cabe duda. Basta pararse en la avenida de palmeras de la ciudad -llamada La Línea- para verificar algo que es obvio. Sin embargo, cuando los nacionalistas españoles intentaron hacer algo parecido a lo de Galtieri, el propio Franco, que algo sabía de guerras, espionaje y ejecuciones, se ocupó de decir que “Gibraltar no vale una gota de sangre española”. Franco no lo hacía por cobarde o pacifista, lo hacía por prudente y desconfiado; por disponer de esa prudencia y esa desconfianza que estuvo ausente en los militares argentinos y que está ausente en nuestra cultura malvinera.
De todos modos, Gibraltar es una experiencia que vale la pena vivir. Es un viaje de un día; dos, a lo sumo. En Gibraltar viven menos de veinte mil personas y su territorio es un pañuelo. Hay excursiones para llegar al peñasco y compartir algún momento con los folclóricos monos de la isla. Después, un paseo por la calle peatonal, que es como caminar por una calle de Londres donde los dueños de los locales son ingleses pero la mano de obra es española.
Gibraltar sigue siendo territorio británico, pero sus habitantes han logrado ciertas formas de autodeterminación que en algún momento han llegado a expresarse en afanes de independencia política. El Reino Unido, con su vieja sabiduría colonizadora, los deja hacer, sabiendo de antemano que los “llanitos” siempre van a preferir ser súbditos británicos que ciudadanos españoles