Posiblemente, el mayor logro en beneficio de la humanidad tuvo lugar durante el siglo XVIII en la Francia revolucionaria. Allí germinó el moderno Estado de Derecho que, en evolución constante, alcanzó su cénit en los albores del siglo XXI. En la Francia ilustrada nacieron ideas hoy consideradas irrenunciables como sustrato de la dignidad humana. Ideas tales, como la libertad política, la igualdad o la separación de los poderes del Estado, las cuales fueron abrazadas por una pujante burguesía que ya había alcanzado un gran poder económico y que provocó el benéfico efecto de clausurar el Antiguo Régimen residenciado en una Monarquía decadente.
El mayor aporte histórico fue, a nivel jurídico y social, la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, en la cual se inspirarían todas las venideras declaraciones y convenios internacionales sobre derechos humanos. En ella se establecieron una serie de derechos universales inherentes a la condición humana; derechos que no crearon los revolucionarios, sino que se limitaron a constatar. Todos ellos de tan hermosa factura como el contenido en el artículo 1: Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en cuanto a sus derechos. Se alude a la libertad como todo aquello que no perjudica a nadie y sólo la ley puede limitar; se habla de la presunción de inocencia y de la irretroactividad de la ley; de la libertad de opinión, de prensa y de conciencia; del principio de igualdad frente a la ley; de la igualdad para acceder a los cargos públicos solo con base en las capacidades individuales. Se refiere a la ley como expresión de la voluntad general y fuente de los poderes públicos; se recuerda que los agentes públicos son responsables de su gestión y la sociedad tiene el derecho de pedirles que rindan cuenta de ella. Constata cuales son los derechos naturales e imprescriptibles del hombre: la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.
¿Cuánto de esto está llamado a desaparecer o desaparecido en la España socialista? Analicemos el art. 16: una sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes definida, no tiene Constitución. Me pregunto si en el Ministerio de Justicia que impulsó la reforma de la LOPJ que acabó por convertir al órgano de gobierno de los jueces en una especie de subdirección general de aquel, y por elegir a sus integrantes "a dedo" entre los dos partidos mayoritarios con el apoyo de los partidos bisagra y sin intervención efectiva por parte de sus gobernados, los jueces, son conscientes de lo que han hecho con la separación de poderes. Un Consejo con capacidad de sancionar disciplinariamente a los jueces incómodos con el verdadero -único, en realidad- poder, de elegir para los altos tribunales a los magistrados llamados a juzgar, en su caso, a ministros, diputados, senadores y miembros de los parlamentos autonómicos, de informar las leyes y de nombrar, si un nuevo atentado a la independencia judicial se consuma, a los presidentes de los tribunales de instancia que ejercerán un poder desconocido sobre los restantes jueces desapoderados también de la instrucción del procedimiento penal una vez que el nuevo Código procesal penal deje en manos de los fiscales (subordinados jerárquicamente al Fiscal General del Estado elegido por el gobierno y que, a día de hoy, recae en la pareja de Garzón, juez inhabilitado y ministra de justicia porque así quiso Pedro Sánchez) la investigación de los delitos bajo el inédito principio de oportunidad (a ti te investigo y a ti no).
Y si la separación de poderes peligra de tal manera, no digamos el aseguramiento de la garantía de los derechos. ¿Están garantizados esos derechos de los ciudadanos con una ley de tasas que obstaculiza a millones de ellos el acceso a la tutela judicial efectiva? ¿Sabían que los asuntos civiles han disminuido en un 25% desde la vigencia de dicha ley? Varios miles de injusticias y quejas no tienen acceso a los tribunales; solo las grandes empresas y los ricos acceden con normalidad a ellos; se ha favorecido la impunidad de las administraciones públicas (exentas de tasas); no se ha recaudado con ellas ni la tercera parte de lo previsto, la cual tampoco se ha destinado a financiar la justicia gratuita como se decía; y, sin duda, va a convertirse en caldo de cultivo del conflicto social.
¿Conflicto social? ¡Ah! Para resolverlo expeditivamente tenemos otro ministro a mano: el de interior. El mismo que afirma sin rubor que las cuchillas de la valla –indultadas- que nos separa de África solo producen erosiones superficiales a quienes entran en contacto con ellas tratando de escalar dicha valla, también bendice que el escalamiento de edificios públicos con fines reivindicativos sea severamente sancionado en su autoritaria ley de seguridad ciudadana, lo mismo que hacer botellón o sacarle fotos a la policía en las manifestaciones (por cierto, a agentes que van con una armadura integral que les hace irreconocibles). Dice el art. 12 de la declaración francesa de hace tres siglos que, siendo necesaria una fuerza pública para garantizar los derechos del hombre y del ciudadano, se constituirá esta fuerza en beneficio de la comunidad, y no para el provecho particular de las personas a las que ha sido confiada. ¿De verdad que esa fuerza, que ha dado muestras claras de su espíritu democrático desde la Transición no está empezando a ser utilizada no en beneficio de la comunidad, ni tampoco en provecho propio, sino para proteger a quienes mueven los hilos? ¿Cómo si no entender la sanción de los incómodos escraches que no han tenido la respuesta judicial que esperaba el gobierno? ¿Cómo si no entender las gravísimas sanciones económicas previstas para quienes se manifiesten ante el Congreso, Senado u otros organismos que tampoco han sido sancionados por el Poder Judicial? ¿También esta vuelta de tuerca es culpa de la crisis o en realidad es culpa de una ideología represora de las libertades?
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