Concluir el año con un Congreso de los Diputados que no ha aprobado ningún proyecto de ley remitido por el Gobierno, pero tampoco ninguna iniciativa legislativa surgida de los grupos parlamentarios, es una manifestación evidente de la parálisis suicida a la que ha llevado al país el afán de «ampliar la democracia» y dar voz a los que supuestamente no la tenían cuando en el Congreso de los Diputados había seis o siete grupos parlamentarios en lugar de los diez que hay ahora en los que se integran veintitrés partidos diferentes.
La crónica publicada el pasado lunes en ABC por Ana I. Sánchez detallando esa parálisis debe ser motivo de reflexión para todos. Porque ésta es una vía más para desmontar el pacto de la Transición que engendró la Constitución de 1978.
La Carta Magna que pactaron los siete padres constitucionales creó un sistema parlamentario basado en el bipartidismo imperfecto. Un sistema que ha dado a España casi cuarenta años de estabilidad parlamentaria con mayorías alternantes y gobiernos monocolores que, con frecuencia han tenido que buscar el apoyo en partidos minoritarios.
Es revelador pensar en cómo el mayor defecto de ese sistema y de la ley electoral es el desproporcionado peso que han dado a los nacionalismos vasco y catalán. Algo que siempre han aprovechado para pedir más -jamás para dar algo a cambio- y así ir minando el equilibrio de la democracia.
Pero lo peor de todo es que cuando el sistema ha entrado en crisis, no lo ha hecho por el desproporcionado peso de esos nacionalismos. Antes al contrario, en el nuevo escenario tienen mucho más peso todavía. No hay más que ver dónde está hoy Esquerra Republicana.
Y la fuerza de esos independentistas se agranda con la entrada en las Cortes de otras formaciones nacionalistas minoritarias, ya sean valencianas o aragonesistas -en su momento- como turolenses o cántabras hoy en día, por no hablar de las facciones en que se divide Podemos. No hay más que ver a cuántas personas recibe el Rey en la ronda de consultas, incluso ahora que algunos deciden no acudir.
España entra en los años 20 del siglo XXI con su democracia en crisis. Podría decirse legítimamente que la Constitución requiere una reforma, el problema es que las constituciones que son fructíferas son las que se hacen desde la moderación y el consenso.
Virtudes que hoy brillan por su ausencia en la política española. Sólo los más sectarios pueden decir que la Constitución de 1978 no ha representado un éxito radical para España. Por algo nos convertimos en un modelo de referencia para todos los países que salían de un sistema totalitario. Pero eso no es un activo para muchos de estos nuevos partidos rupturistas porque para ellos la imagen positiva de España es algo malo.
El problema no está sólo en los partidos rupturistas, también está en quienes han intentado acabar con el bipartidismo desde partidos de ámbito nacional. Podemos lo es al menos nominalmente, porque después nos encontramos con que en su grupo parlamentario hay tres partidos diferentes.
Pero quien sin duda lo es es Vox, cuya unidad de discurso en toda España es incuestionable. El problema es que sus legítimas pretensiones pueden llevar a que el voto del centro derecha dividido mantenga a España en manos de quienes quieren destruirla.
Pocas veces ha habido tantas razones para el pesimismo sobre el futuro de España a 1 de enero de cualquier año. Veremos si el próximo dia de Reyes tenemos que decir que nos equivocamos. Ojalá.
Ramón Pérez-Maura ( ABC )
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