Hace falta ser definitivamente limitado para jugarse el control absoluto de la Generalitat de Cataluña, una institución cuasi estatal que maneja un presupuesto superior al de muchísimas naciones soberanas miembros de la ONU, por el capricho pueril de empeñarse en querer colgar un trapito en un balcón de la Plaza San Jaime.
Hace falta ser muy, muy limitado, limitadísimo. Pero es que el tosco testaferro Torra, qué le vamos a hacer, no daba para más. Torra, sin duda, era el supremo catalanista de piedra picada en su clase de los jesuitas de Sarriá, pero no era el más listo. De ahí que ahora le vaya a caer encima a ese triste agente de seguros cesante la maldición de Tarradellas.
Y es que Cataluña incorporó esa peculiar norma, la que exige de modo imperativo que el presidente de la Generalitat posea la condición de diputado autonómico, por el temor que en su día, cuando la primera legislatura del Parlament, sintió Jordi Pujol a que la Esquerra, sus socios de investidura junto con la derecha miope española representada en aquel entonces por la UCD, cayera en la tentación de elegir en su lugar a Tarradellas, a fin de cuentas un dirigente histórico de ERC.
Tarradellas, dada su condición simbólica y su estatus de cabeza de la institución en el período transitorio, no se iba a presentar a las elecciones. Así que ese astuto truco leguleyo iba a servir de garantía al otro para rehuir una competencia potencialmente peligrosa.
Para eso, y solo para eso, se redactó la norma. Norma que después todo el mundo se olvidó de derogar por simple y pura negligencia. Y de ahí el jardín jurídico en el que a partir de mañana se van a meter todos, la Moncloa incluida. Porque si Torra no es diputado, y resulta que ya ha dejado de serlo, bajo ningún concepto puede continuar ostentando la condición de máxima autoridad del Estado en Cataluña.
Algo, esa incompatibilidad sobrevenida de su persona con el cargo, que obedece a la lógica más elemental. ¿Podría seguir operando a sus pacientes un cirujano del que se hubiese descubierto que en realidad no poseía el título oficial de licenciado en Medicina? Obviamente, no. ¿Podría seguir siendo juez un togado del que luego de su nombramiento constase que no superó alguna asignatura de la carrera de Derecho? La respuesta se antoja de sentido común.
¿Y podría todo un señor doctor en Economía ignorar algo tan básico como la necesidad de respetar los órdenes de prelación que fijan las leyes a fin de no pisotear la letra y el espíritu de nuestro ordenamiento jurídico? Los leguleyos separatistas, pillados con el pie cambiado ante la cainita finta florentina de Torrent, un treintañero ambicioso que no piensa suicidarse por nadie y menos aún por esa lumbrera de Torra, acaban de improvisar sobre la marcha la estupefaciente doctrina de que todo lo que no esté expresamente prohibido debe considerarse a efectos legales como factible.
Un principio fundamental del Derecho privado, ese, cuya traslación al ámbito de lo administrativo o de lo político implicaría la locura de que las leyes de esos ámbitos tuviesen que abarcar miles y miles de páginas a fin de contemplar la totalidad de los supuestos imaginables en los que procediera restringir de forma expresa la acción de los gobernantes.
A ese disparate argumental, una melonada cósmica, es a lo que se está aferrando ahora mismo el Gobierno de España para recibir bajo palio al impostor. Eso es lo peor de Torra: que salpica. Y huele.
José García Domínguez
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