¿ De dónde nos ha venido esta tragedia? Porque es tragedia el nombre que cuadra al naufragio de una nación. Y de eso estamos hablando. El problema no está en Cataluña. Lo de Cataluña sería una anécdota irrisoria en el contexto de cualquier nación asentada.
Que una parte de las instituciones del Estado -eso es la Generalidad- se declare insumisa al Estado no es algo que plantee problemas insolubles: se destituye a los insurrectos, se disuelve las instituciones rebeldes -o, si se prefiere, sediciosas-, se decretan las condiciones de excepción, a través de las cuales restablecer el orden. Y eso es todo. Los tribunales de Justicia sentencian luego las penas correspondientes.
Y la administración penitenciaria central las aplica. En el caso de haber resistencia armada, todo Estado dispone de medios más que suficientes para doblegarla. Parece poco pensable que una fuerza local pudiera, llegado el momento, enfrentarse a la imponente máquina armada de Policía y Ejército.
Es lo que en cualquier país europeo sucedería ante un golpe de Estado secesionista. Aquí no. Aquí, se pospone. Y se aguarda la segunda vuelta. Y, luego, la tercera. Y, luego… Mientras tanto, se deja a los presos golpistas bajo la vigilancia de sus cómplices. Pocas locuras hay comparables a esa.
Porque el problema serio, entre nosotros, es qujuie incluso el ser país nos es problema. Decimos «España», como disculpándonos. Cargamos con la condición de «español» como quien carga con una enfermedad vergonzante. Y dar batalla por aplicar la ley común a todos, lejos de ser la evidencia que en cualquier país europeo es, se nos convierte en un fardo cuya carga rechazamos. Estamos muertos. O camino de estarlo.
¿De dónde nos ha venido esta perenne instalación nuestra en el suicidio colectivo? La respuesta corta remite a la apropiación de los signos, símbolos y léxicos españoles por los vencedores de 1939 frente a los vencidos. No es falso eso: la asimilación de «España» a «régimen franquista» fue el instrumento para soldar una identidad entre pueblo y líder que es esencial en los regímenes autoritarios.
El exhausto Estado del 39 precisaba una mitología que no traspasara el límite de la retórica. Y esa retórica se trocó en lengua cotidiana. Y la lengua inventó a sus sujetos. Asimilados los significantes «España» y «franquismo», toda oposición política pasaba a ser «antiespañola». Lo peor de esa perversidad es que fue interiorizada aun entre sus adversarios. Que, cuando dicen «España», siguen hoy pensando «Franco».
Fue la última etapa de una tragedia que arranca de más atrás. El siglo XIX fue, en Europa, un tiempo para forjar identidades nacionales. Eso fueron las revoluciones burguesas: el parto de la nación como sujeto constituyente. Y, al abrigo de la nación, la heteróclita vida de una ciudadanía en curso de inventar sus libertades políticas.
Aquí, el siglo XIX fue lo contrario: una larguísima guerra intermitente por retornar a la anacronía foral que cristalizó en el carlismo. Que el País Vasco y Cataluña fueran feudos primordiales de esa añoranza de un tiempo periclitado, no es ajeno a la loca dinámica de los independentismos presentes.
Que lo más regresivo de nuestra historia pueda decirse hoy progreso, es síntoma de nuestra locura. Sólo la alianza constituyente de los grandes partidos nacionales -sin excepción- podría evitar este suicidio sobre el cual da nuestro horizonte. Y constituir, al fin, una nación moderna. No un mosaico. Es la gran tarea de nuestro presente.
Gabriel Albiac ( ABC )
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