Cataluña se asemeja cada día más a la película «Asylum: el experimento», ambientada en una institución psiquiátrica donde los locos han tomado el control, mantienen encerrados a los auténticos profesionales y gestionan el establecimiento a golpe de terror, bajo la dirección del doctor Lamb (magistralmente interpretado por Ben Kingsley), que aparenta ser un eminente psiquiatra cuando en realidad padece una demencia peligrosa. El parecido entre Joaquín Torra y Lamb/Kingsley es tan extraordinario que merecería un guión adaptado a la Generalitat.
El mal que aflige a la mitad de la sociedad catalana no es una locura al uso, sino una mezcla perversa de supremacismo, odio, empecinamiento y ceguera política, cuyos efectos resultan tan devastadores como la peor de las patologías descritas en los tratados de medicina.
Al igual que ocurre con éstas, existen distintos grados de afectación. Los casos más leves se traducen en la convicción de ser personas distintas y mejores que el resto de los españoles. Los más graves llegan a provocar conductas extraordinariamente violentas, como las manifestadas estos días en las calles de Barcelona y otras ciudades, con agresiones a miembros de las fuerzas de seguridad o a mujeres «culpables» de ondear la bandera rojigualda aborrecida por esos sujetos, cortes de vías de comunicación, bloqueo del aeropuerto, incendio de locales y mobiliario urbano e incluso la preparación de atentados terroristas, felizmente abortada por la Guardia Civil.
Entre medias se sitúan los especímenes que en la película encarnan los ayudantes del doctor Lamb y en Cataluña ocupan puestos tan decisivos como los rectorados de las universidades públicas, desde donde secundan las algaradas estudiantiles al urgir a los pocos profesores responsables que aún conservan su puesto a desconvocar exámenes y apoyar de ese modo la huelga, privando de sus derechos a los alumnos deseosos de continuar con sus estudios; la televisión autonómica, dedicada las 24 horas del día a ensalzar y jalear cualquier iniciativa independentista, empezando por las más opuestas a la legalidad y la convivencia; la dirección de las prisiones locales, que ensayaron recientemente lo que se disponen a hacer con los sediciosos condenados, al soltar al corrupto Pujol mucho antes de cumplir su pena, o la gestión de los presupuestos, repartidos a manos llenas entre los múltiples colectivos que agrupan al resto de locos.
Capítulo especial merece el perturbado mayor, el «president» al mando de este manicomio donde quienes deberían estar a buen recaudo son los que imponen su autoridad a los cuerdos, exhibiendo un comportamiento que en cualquier situación de normalidad democrática le llevaría a ser apartado del poder y posiblemente recluido, ya fuese en una cárcel o en un centro para trastornados.
Ahí está Torra/Lamb, el usurpador, apoyando con entusiasmo los llamamientos a la insurrección que denomina con desvergüenza «protestas pacíficas». Ahí está, tan campante, amenazando con perseverar en los delitos cometidos por su predecesor, huido de la Justicia.
Ahí está, en su torre de marfil blindada por la cobardía de Sánchez, abandonando a su suerte a los catalanes de bien, deseosos de vivir en paz en una comunidad sujeta al imperio de la ley y el orden. Ahí está, atrincherado en la impunidad que le brinda un Gobierno rehén de sus socios separatistas, creando el marco perfecto para que Cataluña se hunda en la ruina.
Claro que acaso los locos seamos nosotros por creer en la Constitución y el Estado de Derecho. ¿No acaba de sentenciar el Supremo que el golpe de 2017 fue solo una ensoñación? Tal vez toda esta sinrazón sea también una pesadilla… O tal vez no.
Isabel San Sebastián ( ABC )
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