Lo de la Memoria Histórica, acertadamente rebautizada por muchos españoles como Desmemoria Histórica, es un delito de lesa humanidad democrática. Lo mejor que hemos hecho en 500 años largos de historia en común ha sido el Pacto de la Transición, que supuso mandar al baúl de los recuerdos esas dos Españas acentuadas durante la Guerra Civil y prolegómenos pero que es tan secular como proverbial. ¿Acaso nadie recuerda ese formidable cuadro del no menos formidable Francisco de Goya y Lucientes Pelea a garrotazos, que data exactamente de hace 199 años? La España liberal frente a la absolutista, la afrancesada frente a la rebelde, los carlistas frente a los isabelinos, franquistas versus republicanos, en resumidas cuentas, Abel contra Caín. El cuento de nunca acabar.
Que no nos engañen ni nos tomen por gilipollas. Aquello no fue ni siquiera un intento del peor presidente de la democracia, José Luis Rodríguez Zapatero, de intentar ganar la guerra que habían perdido sus abuelos. No. Es todo mucho más sutil, creo yo. Representó ni más ni menos que un intento del Gobierno de España de tapar sus fracasos macroeconómicos en un año, 2007, en el que empezaban a salir del armario los peores síntomas de la brutal recesión que habría de llegar por culpa de un gasto público desbocado y del laissez faire-laissez passer con las entidades financieras de capital público. Lo que se dice una cortina de humo. Y de libro para más señas.
Lo peor de todo es que esta infausta ley pretendía situar la legitimidad democrática no en ese 1978 que fue un pequeño paso para cada uno de nosotros y un gran salto para España sino en un lejanísimo 1936 en el que unos malos empezaron a guerrear contra otros malos. Un 1936 que jamás se entendería sin ese otro golpe de Estado que fue 1934. El Frente Popular no hizo sino exacerbar las más bajas pasiones de comunistas, anarquistas, socialistas e independentistas (los mismitos, por cierto, que ahora gobiernan España), que se dedicaron a asesinar curas, a violar monjas y a practicar la tétrica costumbre de la saca y el paseíllo con todos aquéllos que para su desgracia no pensaban como ellos.
La tercera ley de Newton señala que “por cada fuerza que actúa sobre un cuerpo (empuje), éste realiza una fuerza de igual intensidad, pero de sentido contrario sobre el cuerpo que la produjo”. Y eso exactamente es lo que se produjo, en términos políticos, naturalmente, en ese febrero de 1936 en el que las izquierdas tomaron la calle con las consecuencias por todos conocidas. Sus barrabasadas fueron respondidas por otras de igual proporción por parte de militares, tradicionalistas y monárquicos varios, que estallaron al contemplar la impunidad con la que se quitaba la vida al oponente político y religioso.
Un servidor, que se educó en la Institución Libre de Enseñanza, detesta tanto esas dos Españas como ama esa Tercera a la que dio nombre Salvador de Madariaga. La España de Ortega, Marañón, Claudio Sánchez-Albornoz, Menéndez Pidal y si me apuran del segundo Sainz Rodríguez, el bueno, el reconvertido, el arrepentido. La de los que querían una democracia liberal en la cual fuese posible vivir en paz, libertad y progreso. Esto es, la España que alumbró la Constitución de 1978, la que alumbró Adolfo Suárez y la que consolidó Felipe González.
Tal y como resalta hasta la saciedad el mejor hispanista vivo, Stanley G. Payne, la Guerra Civil constituyó una contienda “de malos contra malos”. Por eso no entiendo ese afán por presentar falsamente como unos bienaventurados demócratas a Carrillo, Pasionaria, Largo Caballero o Prieto y acertadamente como unos sátrapas asesinos a Franco, Sanjurjo, Mola y demás apóstoles del golpe de Estado de julio de 1936. Tan malos-malísimos eran los unos como los otros. Y tan cierto es que la franquista fue una dictadura fascista como que si hubieran vencido sus enemigos hubieran implantado una tiranía comunista a las órdenes de la Unión Soviética que, por cierto, no era precisamente una democracia sino una satrapía con miles de terribles campos de concentración (el gulag) en los que se asesinó a no menos de 100 millones de personas.
Aunque a mí me provoca mal fario esto de desenterrar cadáveres, me parece bien que el dictador Franco salga del Valle de los Caídos, que a mi juicio debería quedar como un lugar exclusivo para el culto religioso. Básicamente porque fue un tirano que asesinó a miles de personas amén de las libertades de los españoles durante 39 años. Pero antes de eso habría que retocar la Ley de Memoria Histórica para impedir ese embuste histórico que supone que los unos queden como los santos que no son y los otros como los diabólicos seres que sí fueron. Eso de dividir por decreto a los españoles entre buenos y malos es precisamente lo que hacían Franco y el Frente Popular.
La exhumación de Franco no puede ni debe quedar huérfana. Ha de ir acompañada de la exhumación de Santiago Carrillo del callejero de toda España. Conviene no olvidar que siendo un veinteañero este pájaro ordenó fusilar en Paracuellos del Jarama, en el lateral de una de las pistas de Barajas, a 6.000 personas, entre las que había un número ingente de religiosos, dirigentes de la CEDA y, ahí es nada, 50 niños. ¿Puede dar nombre a una calle un malnacido de este calibre? Obviamente, no, es una atrocidad ética. Hay que quitarle de inmediato ese vergonzoso honor en todas y cada una de las ciudades de España en las que el cartel del sádico asesino aparece al principio y al final de una vía pública, que normalmente no suele ser de segundo orden. Empezando, por cierto, por la que le otorgó Ana Botella.
Tan impresentable como que Lluís Companys tenga bustos, calles, avenidas y hasta ¡¡¡un estadio olímpico a su nombre!!! El presidente de la Generalitat firmó en los años 30 no una, ni dos, ni tres, ni 10, ni 100, ni 1.000 sino ¡¡¡8.129 sentencias de muerte!!! La mayoría curas y monjas y dirigentes de la CEDA en Cataluña. La desertización moral de la región quedó pocas veces tan clara como en 2001 cuando la Generalitat del ladronazo Pujol regaló al criminal el nombre del Estadio en el que se celebraron esos Juegos Olímpicos del 92 que representan lo mejor de lo mejor de la España constitucional.
¿Y qué me dicen de Indalecio Prieto que con su guardia personal, La Motorizada, se dedicaba a apiolarse a todo el que le apetecía? ¿O de un Largo Caballero al que en el callejero se le premiaron las 2.000 muertes que dejó tras de sí su Revolución de 1934? ¿O de esa Pasionaria más mala que la quina que en sede parlamentaria [Josep Tarradellas dixit] aseguró sin cortarse un pelo el 12 de julio de 1936 que era “la última vez” que hablaba allí un José Calvo-Sotelo que sería balaceado hasta la muerte 72 horas después? Cuantitativa y cualitativamente es mucho más impresentable el hecho de que Josif Stalin, el tirano soviético, goce del reconocimiento que supone una calle en la localidad madrileña de Torrejón de Velasco. Me cuentan que otras vías ilustres de municipios de España recuerdan al mayor asesino de la historia de la humanidad. Mientras, podemitas y socialistas quieren arrancar la placa de Santiago Bernabéu, cuyo único delito fue convertir al Real Madrid en el mejor equipo de la historia, y la de Salvador Dalí, que nos puso en el mapa de la cultura mundial.
Memoria Histórica, sí, pero justa y no revanchista. Que no olviden lo que apuntaron Cicerón y el gran Jorge de Santayana: “Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. Se les olvidó apostillar que sucede lo mismo con los que la reescriben. Cuidado porque el guerracivilismo está otra vez en boga y cada vez estamos moralmente más cerca del 36. Mientras tanto yo grito al cielo ¡viva la Tercera España!
Autor:Eduardo Inda
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