Pedro Sánchez ya ha empezado a saldar cuentas con quienes le han garantizado una pensión vitalicia.
La gran paradoja de nuestro sistema de representación parlamentaria es que otorga un poder decisorio determinante a grupos cuya razón de ser es precisamente destruirlo. Dicho de otro modo, aboca a los aspirantes a gobernar España a vender su ser y su esencia en el empeño de auparse hasta el timón de mando. Y como los dos grandes partidos llamados a vertebrar la nación no han sabido o no han querido corregir esta anomalía letal, el país se encamina hacia el abismo, empujado por separatistas expertos en extorsionar a líderes cuya ambición pesa en la balanza del quehacer infinitamente más que el patriotismo.
El caso de Pedro Sánchez es paradigmático, aunque dista de ser único. Hace lustros que PSOE y PP se turnan en La Moncloa a costa de ceder cuotas de nuestra soberanía a nacionalistas insaciables, que antes de cobrar el último pago de su constante chantaje ya están exigiendo una cantidad mayor. Nada les basta. Ningún tributo o humillación satisface su voracidad, causa y a la vez efecto de su existencia en el escenario político. De ahí que resulte tan infame como pueril arrastrar la dignidad nacional ante ellos. Cualquier cesión, por ignominiosa que resulte, únicamente conseguirá ganar algo de tiempo. Unos segundos en el reloj de la historia, que se traducirán más pronto que tarde en una pérdida irrecuperable de cohesión territorial, riqueza colectiva e igualdad entre los españoles, inversamente proporcional a la chulería creciente de esos caudillos locales.
El presidente menos votado de la democracia ya ha empezado a saldar cuentas con quienes le permitieron cumplir su sueño de garantizarse una pensión vitalicia. Los presuntos golpistas presos han sido acercados a casa, donde han sido recibidos por los suyos, responsables de gestionar las cárceles, con los honores reservados a los héroes. Igual que los terroristas de ETA, a quienes se dedican danzas rituales de respeto, como si en lugar de pegar tiros por la espalda o detonar coches bomba a distancia hubiesen hecho algo que requiriese algún coraje. Nada nuevo bajo el sol. Tanto en Cataluña como en el País Vasco los sacudidores de árboles y los recogedores de nueces llevan décadas repartiéndose los papeles, con el propósito común de dinamitar la unidad de la nación española. Lo grave, lo imperdonable, es que se lo consienta quien juró cumplir y hacer cumplir la Constitución como requisito indispensable para acceder a su cargo.
Sánchez no se molesta ni en salvar las formas. Está dispuesto a recibir al independentista Quim Torra con una agenda abierta a escuchar cualquier propuesta, incluida la de cometer un delito de sedición con la celebración de un referéndum inconstitucional. Según Meritxell Batet, permitirá que a través de su persona se pisotee nuestra honra, con tal de obtener el nihil obstat de los diputados independentistas a su candidato a dirigir RTVE. Eso sí; todo en nombre del «diálogo» y el «progresismo». ¡Si no fuese para llorar, sería de carcajada!
Hace un par de semanas, Ciudadanos presentó en el Congreso una proposición destinada a cambiar la ley electoral de manera que sea imprescindible alcanzar un mínimo del tres por ciento de los votos a escala nacional para alcanzar representación en dicha cámara. Se quedaron solos. Los secesionistas, como es lógico, votaron en contra. De aprobarse esa modificación, perderían el poder arbitral que detentan. Lo que ya no es tan comprensible es que se opusieran igualmente a la reforma socialistas y populares, supuestamente defensores de la Carta Magna. Salvo que, como parece, antes de entregar una baza semejante a los de Rivera prefieran seguir vendiendo España por parcelas.
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