La sociedad española camina por derroteros que, cuando menos, despiertan cierta inquietud. Suele decirse que somos gente de mucho brío. Don Miguel de Unamuno, aquel vasco enamorado de Castilla que enseñaba griego en Salamanca, decía que de cada diez españoles uno pensaba y nueve embestían. Un peligro serio. En España están abriéndose grietas profundas en la médula de su estructura como comunidad. Pueden percibirse en detalles menores -no por eso menos significativos- y en grandes manifestaciones públicas. Días pasados, con motivo de la celebración de la festividad de San Jorge, Barcelona ha protagonizado una exhibición, impulsada también desde instituciones públicas catalanas, de lo amarillo con una alta carga de contenido político. En otra ciudad de la antigua Corona de Aragón, que conmemora este 2018 el novecientos aniversario de su conquista a los musulmanes por Alfonso I el Batallador -el podemita ayuntamiento zaragozano se refiere al evento como incorporación de la ciudad al reino de Aragón- mucha gente que compraba un libro, también en Zaragoza se celebra San Jorge con compra de libros y regalo de claveles, rechazaba los que le ofrecían de color amarillo; supongo que por la razón contraria a la de los barceloneses. He asistido también a una tensa discusión, con insultos incluidos, porque una persona fumaba en el andén de una estación de ferrocarril donde se ha prohibido fumar. Unos esgrimían el incumplimiento de la ley y otros el derecho a fumar. Le llegada del tren evitó males mayores.
Estos días se han producido nutridas manifestaciones en muchas ciudades en señal de protesta por una sentencia judicial que condenaba a unos sujetos que se autodenominaban como “La Manada” –según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, en su segunda acepción, es un conjunto de ciertos animales de una misma especie que andan reunidos- a nueve años de prisión. La sentencia, con un voto particular y todo apunto a que es extraordinariamente compleja, era puesta en cuestión por aquellos a quienes les había faltado tiempo para echarse a la calle inmediatamente después de haberse hecho público el fallo. Los gritos de “no es abuso es violación” sonaban con rotundidad. Su seguridad y contundencia eran tales que quienes protagonizaban aquellas aglomeraciones parecían ser doctores en derecho que no necesitaban empaparse de la sentencia para tener la seguridad de que su afirmación se ajustaba a la ley mucho mejor que la de los magistrados que habían explicado las razones de su veredicto a lo largo de más de tres centenares de folios. En algunos lugares, como en Córdoba, esa masa de supuestos doctores -más bien caterva de leguleyos- aprovechaban la presencia del ministro de Justicia para exigir su dimisión. Todo un alarde de lo que entienden acerca de uno de los principios básicos de una democracia cual es la separación de poderes, lo que conlleva admitir la independencia del poder judicial y que también, visto lo declarado por el ministro de Justicia, tampoco es algo que le parezca muy importante y por ello debería dimitir.
Los ciudadanos tienen todo el derecho mostrar su disconformidad con sentencias judiciales que no comparten y, desde luego, a reclamar una legislación acorde con situaciones tan terribles como la vivida por una chica en una portal víctima de los abusos de una manada se sujetos cuyo comportamiento -ya no es presunto- avergonzaría a los animales. Pero la crispación actual apunta a dar algo de razón a Unamuno sobre lo de embestir.
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