Negociando o utilizando la fuerza, así solventaron otros mandatarios españoles las amenazas secesionistas de Cataluña
Estanislao Figueres, en 1873; Niceto Alcalá-Zamora, en 1931; Alejandro Lerroux, en 1934, y por último, Mariano Rajoy, que lleva meses plantando cara al intento del presidente de la Generalitat, Artur Mas, de convocar una consulta soberanista para el 9 de noviembre. Eso es lo que tienen en común estos cuatro presidentes de la historia de España: todos tuvieron que hacer frente a graves desafíos independentistas. En el caso de los tres primeros fueron directamente declaraciones unilaterales del «Estado catalán» saltándose la legislación, de la misma forma que los simpatizantes hoy de Esquerra Republicana o CDC quieren separarse de España si consiguiesen celebrar el polémico referéndum ilegal. Pero, ¿cómo solventaron esas crisis los anteriores presidentes del Gobierno? ¿Negociaron o utilizaron la fuerza? ¿Pusieron en peligro la estabilidad del país?
Las coyunturas políticas de todas estas crisis son, evidentemente, diferentes, pero todas tienen en común el hecho de haberse producido en momentos de cambio o inestabilidad. El primero que se vio en esta tesitura fue Estanislao Figueres, el 5 de marzo de 1873, cuando ni tan siquiera llevaba una mes como presidente de la recién proclamada Primera República. Por eso la noticia se convirtió en una especie de prueba de fuego para él: «Unos 16.000 voluntarios han declarado independiente el «Estado catalán» y preso a las autoridades», informaba «La Correspondencia de España».
No se trataba de una independencia en sentido estricto, sino de la proclamación de un «Estado catalán federado con la República española» promovido por la burguesía del Partido Federal como medio de presión, y, en concreto, por la corriente de los conocidos como «intransigentes». En palabras del historiador Josep Termes, estos «defendían que, para transformar el estado español en una federación era necesario, previamente, la desintegración jurídica o, dicho de otra manera, la destrucción de España». Y para ello las regiones debían recuperar su soberanía.
Las presiones de Figueres
Los catalanistas tomaron rápidamente las primeras decisiones. Baldomer Lostau iba a ser el presidente del nuevo Estado regional, que contaba con el apoyo de los principales representantes de la política de Principado para convocar elecciones y reunir un ejército de 10.000 soldados. Pero Figueres no estaba por la labor, pues no podía comenzar la primera experiencia republicana con una sensación de indefensión y debilidad tan grande como la que generaba la amenaza secesionista.
El presidente del Gobierno central puso a varios representantes a presionar para evitar que la Diputación de Barcelona no siguiese el mismo camino. Luego él y su ministro de Gobernación, Francisco Pi i Margall, aseguraron en las Cortes Constituyentes que no iban a permitir que los catalanes pusieran en peligro «la integridad de la patria». Entonces, iniciaron urgentemente una serie de negociaciones telegráficas con los dirigentes separatistas, mientras el presidente Figueres se marchaba de inmediato a Barcelona para tratar el asunto en persona con los líderes secesionistas.
Finalmente, no hizo falta la llegada del presidente a la Ciudad Condal, pues Lostua se dirigió antes a las masas congregadas a la espera de la proclamación de la República catalana. Les comunicó que esperaban al presidente y que renunciaban al acta de soberanía, después de que éste les hubiese prometido la disolución del Ejército español en Cataluña. Todo volvió a su orden.
Las negociaciones de Alcalá-Zamora
Tuvieron que pasar sesenta años para que otro presidente de España se viera en un escollo parecido. Esta vez fue Niceto Alcalá-Zamora, que, pocas horas después de que se proclamará la Segunda República, el 14 de abril de 1931, tuvo que ver como el líder de Esquerra Republicana, Francesc Macià, aparecía por sorpresa en el balcón del Ayuntamiento de Barcelona para informar de que, «en nombre del pueblo de Cataluña, se hacía cargo del Gobierno catalán y que en aquella casa permanecería para defender las libertades de su patria, sin que pudiese sacársele de allí como no fuera muerto», contaba ABC.
Aquella amenaza fue el primer problema que tuvo que afrontar el primer presidente del Gobierno el mismo día en que fue elegido. Los partidos nacionalistas eran electoralmente mayoritarios en Cataluña y ERC era, sin duda, la primera fuerza política después de ganar holgadamente las elecciones municipales dos días antes.
El problema que se le presentaba a Alcalá-Zamora era importante, por eso reaccionó de inmediato enviando, tres días después, a varios de sus ministros a Barcelona para entrevistarse con Macià y apaciguar los ánimos: Fernando de los Ríos (Justicia), Luis Nicolau d'Olwer (Economía) y Marcelino Domingo (Instrucción Pública y Bellas Artes). Las negociaciones acabaron rápidamente en un acuerdo por el que ERC renunciaba a su Estado a cambio del compromiso del Gobierno de que presentaría el Estatuto de Autonomía que decidiera Cataluña en las futuras Cortes Constituyentes y de que reconocería al gobierno catalán, el cual recuperaría el nombre de Generalitat que había perdido en los Decretos de Nueva Planta de 1714.
Casi todos los partidos políticos catalanes aceptaron el acuerdo, excepto Estat Catalá, que acusó a Macià de traidor, y el comunista Bloc Obrer i Camperol, que aseguraba que, con aquel acuerdo, «habían aplastado la República Catalana, cuya proclamación había sido el acto revolucionario más trascendental llevado a cabo el día 14». Pocos días después Alcalá-Zamora era aclamado en Barcelona, pero antes de que acabara abril se producía el primer enfrentamiento entre la Generalitat y el Gobierno por una supuesta invasión de competencias.
La mano dura de Lerroux
El presidente español que reaccionó con más dureza contra los catalanistas fue Alejandro Lerroux, después de que el presidente de la Generalitat, Lluís Companys, se asomara al balcón del Ayuntamiento de Barcelona en la plaza Sant Jaume, el 6 de octubre de 1934, y gritara: «En esta hora solemne, en nombre del pueblo y del Parlamento, el Gobierno que presido asume todas las facultades del poder en Cataluña».
Se proclamaba de nuevo el «Estado catalán» y, en palabras de ABC, «se rompía toda relación con el Gobierno central. En una palabra: se declaraba la guerra al Estado español». La decisión de Companys –que mandó tomar las calles con 400 mossos, 3.200 guardias de asalto y más de 3.400 militares armados, según los datos de la página web de la Generalitat– se debió a que Lerroux había dejado entrar a tres ministros de la CEDA (Confederación de Derechas Autónomas) en su Gobierno. «Vengan a Barcelona y defiendan la Generalitat del posible ataque del Ejército español», declaró.
La respuesta del presidente del Gobierno no se hizo esperar. Declaró el estado de guerra y encargó al general Batet que marchará contra los secesionistas. Las calles de Barcelona se llenaron de jóvenes de Esquerra. «Iban todos armados –contaba ABC–. Algunos llevaban, además de una magnífica carabina Winchester, una soberbia pistola automática, a veces ametralladora». La ciudad se convirtió en el escenario de una batalla entre el Ejército contra los mossos de Esquadra, cuyo jefe, el general Pérez Farrás, insistió en que él solo obedecía al presidente de la Generalitat.
Murieron ocho militares y 38 civiles durante los tiroteos. A las siete de la mañana del día siguiente, Companys comunicaba su rendición a Batet y las tropas entraban en el Palacio de la Generalitat, deteniendo al presidente de la Generalitat, a los miembros de su Gobierno, al presidente del Parlamento, a varios diputados, al alcalde de Barcelona y a los concejales de ERC.
Diferentes formas de actuar para un problema parecido. Y aunque ninguna de las tres proclamaciones se prolongara mucho en el tiempo, fueron lo suficientemente convulsas como poner en jaque a los diferentes presidentes. Ahora queda por ver hasta donde será capaz de llegar Rajoy si Mas y compañía sigue desafiando al Gobierno
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