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Hay guerras y guerras. Unas se libran en trincheras rebosantes de metralla y barro, otras en el frente civil. Cambia el escenario, pero la épica es siempre la misma: una lucha contumaz en la delgada línea roja. La derrota abre el paso a caóticas columnas de desplazados que vagan sin rumbo fijo echándose sobre sus espaldas la presión del fracaso. Otros combatientes ni siquiera tienen esa vía de escape y han de sacar fuerzas de flaqueza para medirse a pecho descubierto con la enfermedad que les consume. El verdadero drama de todas las guerras son esos regimientos rotos y zurcidos que se quedan suspendidos en el vacío macabro.
No hay que irse a alejadas zonas de conflicto para comprobarlo. Basta con viajar al tuétano de esas saturadas salas de urgencias hospitalarias que son la más cruda exposición del dolor, tan abigarradas que dejan en evidencia a una Administración sobrepasada e incapaz de moverse tan deprisa como le demandan aquellos a quienes teóricamente deberían servir cuando se baten en descarnada lucha entre la vida y la muerte.
Lo pude ver con mis propios ojos la pasada semana cuando acompañé a un familiar al servicio de emergencias del Hospital Reina Sofía. Nos dieron una pegatina, como dicta el protocolo y, una vez suplantada la identidad por un número, nos recluyeron -estaba prohibido merodear por los alrededores- en una sala hacinada de ancianos tendidos sobre camillas o impedidos postrados en sillas de ruedas a la espera de que un altavoz orwelliano los convocara a consulta. Con el paso de las horas, me fui desmoronando como un mecano al que le aflojaran los tornillos. La frustración cedió luego paso a la rebeldía contra ese patético escenario de tiranía voluntaria. Me acordé de "Senderos de gloria", aquella película pacifista de Stanley Kubrick en la que un general francés decide montar un consejo de guerra a tres soldados escogidos al azar queriendo así dar un castigo ejemplar a una caída estrepitosa en el frente de batalla. Sentenciados a muerte, se sublevaron contra la lógica implacable de la jerarquía militar. Nada que ver con la resignación infinita de aquellos enfermos crónicos en la caótica sala de espera del hospital. No movían un músculo ni abrían la boca por no molestar, como si estuvieran vacunados contra el mínimo atisbo de disidencia, permeables a cualquier dependencia por imperiosa que ésta fuera. Tenían escrita la derrota en su cara, pero no detecté en su gesto ningún reproche. Entonces caí en la cuenta de hasta qué punto ha calado en las capas sociales la sugestiva propaganda de esta Andalucía sumisa y clientelar. En lugar de inyectar presupuesto para acabar con las vergonzantes listas de espera y la clamorosa falta de camas y de personal en los centros, la Junta lo emplea en crear el espejismo de una sanidad de excelencia que no existe y que disfraza con maquilladas estadísticas. La paradoja es que al aceptar sin rechistar el paternalismo inmovilista nos convertimos en víctimas a la vez que verdugos. La resignación y el conformismo son como “esos senderos de gloria que sólo conducen a la tumba”.
Hay guerras y guerras. Unas se libran en trincheras rebosantes de metralla y barro, otras en el frente civil. Cambia el escenario, pero la épica es siempre la misma: una lucha contumaz en la delgada línea roja. La derrota abre el paso a caóticas columnas de desplazados que vagan sin rumbo fijo echándose sobre sus espaldas la presión del fracaso. Otros combatientes ni siquiera tienen esa vía de escape y han de sacar fuerzas de flaqueza para medirse a pecho descubierto con la enfermedad que les consume. El verdadero drama de todas las guerras son esos regimientos rotos y zurcidos que se quedan suspendidos en el vacío macabro.
No hay que irse a alejadas zonas de conflicto para comprobarlo. Basta con viajar al tuétano de esas saturadas salas de urgencias hospitalarias que son la más cruda exposición del dolor, tan abigarradas que dejan en evidencia a una Administración sobrepasada e incapaz de moverse tan deprisa como le demandan aquellos a quienes teóricamente deberían servir cuando se baten en descarnada lucha entre la vida y la muerte.
Lo pude ver con mis propios ojos la pasada semana cuando acompañé a un familiar al servicio de emergencias del Hospital Reina Sofía. Nos dieron una pegatina, como dicta el protocolo y, una vez suplantada la identidad por un número, nos recluyeron -estaba prohibido merodear por los alrededores- en una sala hacinada de ancianos tendidos sobre camillas o impedidos postrados en sillas de ruedas a la espera de que un altavoz orwelliano los convocara a consulta. Con el paso de las horas, me fui desmoronando como un mecano al que le aflojaran los tornillos. La frustración cedió luego paso a la rebeldía contra ese patético escenario de tiranía voluntaria. Me acordé de "Senderos de gloria", aquella película pacifista de Stanley Kubrick en la que un general francés decide montar un consejo de guerra a tres soldados escogidos al azar queriendo así dar un castigo ejemplar a una caída estrepitosa en el frente de batalla. Sentenciados a muerte, se sublevaron contra la lógica implacable de la jerarquía militar. Nada que ver con la resignación infinita de aquellos enfermos crónicos en la caótica sala de espera del hospital. No movían un músculo ni abrían la boca por no molestar, como si estuvieran vacunados contra el mínimo atisbo de disidencia, permeables a cualquier dependencia por imperiosa que ésta fuera. Tenían escrita la derrota en su cara, pero no detecté en su gesto ningún reproche. Entonces caí en la cuenta de hasta qué punto ha calado en las capas sociales la sugestiva propaganda de esta Andalucía sumisa y clientelar. En lugar de inyectar presupuesto para acabar con las vergonzantes listas de espera y la clamorosa falta de camas y de personal en los centros, la Junta lo emplea en crear el espejismo de una sanidad de excelencia que no existe y que disfraza con maquilladas estadísticas. La paradoja es que al aceptar sin rechistar el paternalismo inmovilista nos convertimos en víctimas a la vez que verdugos. La resignación y el conformismo son como “esos senderos de gloria que sólo conducen a la tumba”.
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