El profesorado catalán, en su mayoría, es la punta de lanza de la marginación del castellano y la losa con la que se pretende enterrar en Cataluña definitivamente el constitucionalismo.
Durante bastantes años, el catalán y el castellano han sido lenguas de uso común sin que nadie lograra alterar una coexistencia natural basada en la tolerancia y el respeto. Pero finalmente, la estrategia de ir arrinconando la lengua de todos en los medios de comunicación públicos, en el ámbito educativo y, en general, en todos los organismos dependientes de la administración catalana, ha terminado por dar el fruto perseguido desde mucho tiempo atrás por el nacionalismo excluyente. Esto es: convertir la lengua en una poderosa arma de confrontación y en una temible herramienta de señalamiento de quienes no se avengan a sus imposiciones. De no resultar altamente antiestético, no sería improbable que desde el independentismo más radical se llegara a proponer algún día la identificación, con una marca bien visible (¿una ñ quizá?), de todos aquellos que no se resignen a excluir de su cotidianidad el uso del castellano.
Como ya hemos dejado dicho en este periódico, fue Jordi Pujol quien en los años 80 del siglo pasado “dio precisas instrucciones para que en los procesos de selección del profesorado se introdujeran fórmulas de valoración de los candidatos de acuerdo con sus hábitos lingüísticos e inclinaciones ideológicas”. Hoy, tras casi cuarenta años de sistemática manipulación nacionalista y la utilización de ingentes recursos públicos, el profesorado catalán, en su mayoría, es la punta de lanza de la marginación del castellano y la losa con la que se pretende enterrar en Cataluña definitivamente el constitucionalismo.
Porque no se trata solo de derechos. Lo que explica la virulenta reacción del secesionismo gobernante a la decisión del Tribunal Supremo de confirmar la sentencia que obliga a las escuelas catalanas a impartir un 25 por ciento de materias en castellano, no es la legítima contrariedad que puede suscitar un puntual revés judicial, por muy serio que este sea, sino la sospecha de que la providencia del alto tribunal podría ser una vía de escape por la que se desinflara el proyecto de agrandar a través de la educación la masa crítica del independentismo, paso previo e imprescindible para culminar algún día el proceso de desenganche del Estado.
Claro que para que eso sea posible, para que la unánime toma de posición del Supremo suponga un punto de inflexión en la actual dinámica de acoso a los castellanoparlantes en la escuela y en otros ámbitos educativos, en no pocas instituciones y en zonas de la Cataluña profunda, es de todo punto necesario que el Gobierno de España tome cartas en el asunto y ponga los medios necesarios para hacer cumplir la ley y proteger el ejercicio de la libertad de elección de los ciudadanos afectados. Con mayor determinación si cabe por cuanto se trata de amparar a menores cuyos derechos, cierto, están tutelados, pero no pueden ser de ninguna manera restringidos o gravemente condicionados. De este modo, la obligación del Ejecutivo es garantizar el libre ejercicio de los derechos del escolar de Canet de Mar, pero también, y tan importante como lo anterior, impedir por todos los medios a su alcance que los niños catalanes sigan asistiendo, y asimilando con naturalidad, la normalización del linchamiento de los no alineados. La asimilación de métodos colindantes con el fascismo.
Pero es precisamente en este punto en el que se desvanece toda esperanza. A la actitud provocadora del consejero de Educación de la Generalitat, que ha respaldado el hostigamiento a la familia de Canet de Mar después de haber confirmado que el Govern no piensa obedecer al Supremo, Pedro Sánchez ha respondido ordenando que su ministra de Educación, Pilar Alegría, ofrezca “toda la colaboración para que no se produzca ningún tipo de acoso en la escuela”; ¡tiembla Aragonés! La ministra portavoz, Isabel Rodríguez, ha pedido al Partido Popular que no utilice “la riqueza lingüística de nuestro país para enfrentarnos”. Y uno de los barones “sensatos”, Emiliano García-Page, se ha lamentado de que en Cataluña haya “dos o tres xenófobos” que usan el idioma como arma arrojadiza.
Eso por parte socialista. En el otro lado de la sociedad gobernante ni siquiera se juega a la equidistancia y nos encontramos con un patético Alberto Garzón, quien habla de “polémicas que son instrumentalizadas por esa parte de la derecha que realmente lo que tiene es alergia a la diversidad”, o el silencio de la ministra de Igualdad (sic); o la hipocresía de Yolanda Díaz, vicepresidenta del Gobierno y cabeza preeminente del socio pequeño de la coalición, que mientras defiende con enérgica retórica el derecho a la violencia de los huelguistas del Metal rehúye pronunciarse sobre el de los niños catalanes que han elegido estudiar una de cada cuatro materias en castellano.
No hay nada que hacer. La Alta Inspección de Educación del Estado en Cataluña, organismo dependiente del Ministerio de Política Territorial, ni está ni se le espera. Ni la Alta Inspección ni nada que se le parezca. El drama es que este Gobierno, por razones de matemática parlamentaria, hace tiempo que decidió anteponer su supervivencia, y por tanto la capitulación ante el nacionalismo, al cumplimiento de sus obligaciones. El drama, más bien la tragedia, es que Sánchez no va a mover un dedo para hacer que se cumpla la ley. Y eso, señores de la Oposición, sociedad civil, es algo que un país que pretenda seguir mereciendo al resto del mundo un gramo de respeto nunca debiera consentir.
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