La impunidad política con la que se conduce Podemos es una manifestación bien expresiva de la doble moral de la izquierda ante la corrupción.
Que Podemos tenga varios dirigentes condenados penalmente e inhabilitados para cargos públicos es, por sí, muy grave. Que Podemos tenga abiertas varias investigaciones judiciales por uso irregular de dinero, ya sea por financiación ilegal procedente de Venezuela o por pagar a una niñera a disposición de la ministra Irene Montero, es también, en un régimen de transparencia política, muy grave.
Pero es más grave aún que esto le suceda a un partido que está integrado en el Gobierno de la nación sin que su estatus dentro del Consejo de Ministros se haya visto mínimamente alterado por estos cargos judiciales y condenas firmes.
Por el contrario, lo que ese mismo Gobierno, con Pedro Sánchez a la cabeza, ha consentido es que los ministros de Podemos carguen contra los jueces como si fueran activistas de asamblea.
No hace falta recordar los casos de políticos europeos que han dimitido por haber plagiado unas cuantas páginas de su tesis doctoral. Tampoco hace falta recordar la dimisión del primer ministro austriaco, Sebastian Kurz, solo porque aparecía implicado en una investigación de la Fiscalía por posible corrupción.
Las pruebas de la falsa moral de la izquierda por la regeneración del país están aquí mismo, en España, como son la moción de censura a Mariano Rajoy por una frase maliciosa en una sentencia; o la de Xabier Albiol, por aparecer en unos papeles de los que nadie ha dicho que sea ilegal o delictivo; o la muerte civil de Francisco Camps, exonerado de toda culpa en nueve de diez investigaciones penales, con la última aún en fase preliminar.
Por ejemplo. En España se ha normalizado que la corrupción y la violencia que practica la izquierda son disculpables porque todo lo hace por el pueblo, incluso cobrar cientos de miles de euros del Gobierno de Venezuela para extender el credo bolivariano en España.
La ausencia de ética pública en la izquierda es un lastre para el crédito de la democracia y un atentado a la integridad de las instituciones. Cuando se dice que la izquierda ejerce una pretendida superioridad moral es cierto, porque ha logrado despojar a sus delincuentes, sospechosos y corruptos de cualquier significación reprochable. Es un acto de anestesia de los recursos de la democracia para mantenerse digna.
En el Gobierno hay un partido que insulta a los jueces y tacha de conspiración cualquier investigación judicial sobre su financiación. No es un consuelo pensar que si la izquierda ha normalizado estas actitudes indignas es porque la sociedad acepta que la izquierda no puede ser de otra manera.
Alguien sensato debe quedar en el socialismo español para levantar la voz frente a una colaboración que solidariza al PSOE con un partido instalado en el Código Penal y, en todo caso, en la responsabilidad política más indiscutible.
La farsa de que la corrupción de la derecha es delito y la de la izquierda, una conspiración de la extrema derecha judicial, hace tiempo que dejó de ser una exageración para mutar en la punta de lanza de un discurso antidemocrático y socialmente tóxico.
No es necesario que cada irregularidad que se atribuye a Podemos -al actual y al de sus ‘padres fundadores’, Iglesias, Monedero, Bescansa y Errejón- sea constitutiva de delito para que provoque una reacción de depuración ética y política de su condición de socio de gobierno.
Es suficiente con que Pedro Sánchez le aplique la décima parte de aquella sensible y delicada epidermis democrática que exhibió frente a Rajoy.
ABC
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