Hace escasas fechas, el rey Felipe VI recibió en Zarzuela la visita del consejo de administración de un importante grupo empresarial con motivo de cumplirse el centenario de su fundación. Sentados en semicírculo frente al monarca, los visitantes, cercanos a la decena, pudieron charlar durante algo menos de una hora sobre la historia del grupo, que el rey parecía conocer al dedillo, y sobre diversos temas de actualidad. Y uno de los presentes tuvo el arrojo de sacar a colación el contencioso de Cataluña, centrando su pregunta en la anunciada concesión del indulto a los golpistas condenados.
-¡Por ahí, no; por ahí, no! –respondió tajante Felipe VI, moviendo manos y brazos, los índices extendidos, del centro a los laterales con gesto de absoluta convicción.
El que había preguntado se atrevió entonces a sacar las conclusiones oportunas de semejante demostración:
-¿Entonces seguimos en el espíritu del 3 de octubre de 2017?
-Exactamente en el 3 de octubre de 2017.
De modo que los presentes salieron reconfortados y convencidos de que para el Rey el indulto a los golpistas es una línea roja que la Corona no está dispuesta a sobrepasar so pena de verse arrastrada al lodazal en el que Pedro Sánchez ha convertido a las instituciones de nuestra democracia. La carta magna establece que “el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia” y le confiere la misión de “guardar y hacer guardar la Constitución y las leyes”. Al mismo tiempo, dispone que el monarca ejerce “el mando supremo de las Fuerzas Armadas”, cuya misión consiste en “garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”. Principios todos que chocan frontalmente con la realidad de unos políticos separatistas que no solo no han manifestado arrepentimiento alguno por los delitos por los que fueron condenados en sentencia firme, sino que expresa y reiteradamente han manifestado su voluntad de volver a atentar (“ho tornarem a fer”) contra ese principio constitucional de la “integridad territorial” que las Fuerzas Armadas, con el Rey al frente, están obligadas a defender. El choque entre el mandato constitucional y el indulto que Sánchez intenta perpetrar en su personal provecho no puede ser más brutal.
La Constitución también fija entre las obligaciones del Rey la de “Expedir los decretos acordados en el Consejo de Ministros”, de donde se infiere que Felipe VI tiene muy escaso margen, por no decir ninguno, para negarse a firmar el decreto de concesión del indulto cuando el asunto llegue a firma regia. Hay precedentes históricos que plantearon “soluciones imaginativas” para tratar de salvar tamaño conflicto de legitimidades. El presidente de la II República, el cobardón de Niceto Alcalá-Zamora, como a primeros de junio de 1933 se resistiera a rubricar la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas (ley de secularización de la enseñanza) que acababa de ser aprobada en el Parlamento, hizo constar en la antefirma del decreto el precepto constitucional que le obligaba a ello a pesar de ser contrario a la norma. Mucho tiempo después, abril de 1990, el rey Balduino de Bélgica renunció durante 36 horas al trono para no tener que validar la ley de despenalización del aborto. El Gobierno belga salvó la objeción de conciencia real recurriendo a un artículo de su carta magna relativo a “la incapacidad temporal para reinar del representante de la Corona”, treta mediante la cual el monarca cedió temporalmente sus poderes al Consejo de Ministros.
El conflicto adquiere perfiles particularmente peligrosos en el caso español en razón al protagonismo que el propio Felipe VI asumió en su memorable discurso del 3 de octubre de 2017. Ante la desidia de ese otro gran cobarde, uno de los mayores responsables de la situación que hoy aflige a España, llamado Mariano Rajoy, el monarca se vio obligado a salir a escena para enviar a los españoles un mensaje de firmeza y esperanza. (Termino ya estas palabras para subrayar una vez más el firme compromiso de la Corona con la Constitución y con la democracia, mi entrega al entendimiento y la concordia entre españoles, y mi compromiso como Rey con la unidad y la permanencia de España”). Los golpistas en modo alguno se iban a salir con la suya. Verse ahora en la tesitura de tener que rubricar la medida de gracia que proyecta el felón de Moncloa para ese separatismo reincidente, además de provocador, coloca al titular de la Corona en una situación delicada, sometido a una tensión que podría hacer saltar por los aires el frágil equilibrio institucional en el que ahora navega esa balsa de piedra a la deriva llamada España.
Cualquier intento, por leve o modesta que fuera su naturaleza, que la Casa del Rey pretendiera poner en marcha para dejar constancia ante la ciudadanía del rechazo de la Corona a la medida de gracia, solo conseguiría profundizar la crisis de un régimen que hoy bascula entre un Rey constitucional garante último de “la unidad y la permanencia de España” y un presidente dispuesto a hacer almoneda de esos principios en su personal provecho. Un tipo capaz de vender su país al mejor postor para poder seguir unos meses más en el poder, no dudaría en hacer saltar por los aires los frágiles equilibrios institucionales que en estos momentos soportan el edificio de la convivencia en España. Le bastaría con pedir al amanuense que ha colocado al frente del CIS una encuesta sobre la institución, con las preguntas adecuadas, para que el gran Tezanos le sirviera en bandeja el finiquito de la Corona.
No pocos argüirán que Felipe VI debería haber llamado a capítulo al presidente, cosa que probablemente haya hecho ya, para manifestarle su disgusto y hacerle entrar en razón. El “todo Madrid” está al cabo de la calle del cabreo de Zarzuela con las políticas de este Gobierno y en particular con el intento de indultar a los líderes separatistas de quienes depende la continuidad de Sánchez en Moncloa. He ahí un presidente obligado a cumplir las exigencias que le plantean sus socios o, en caso contrario, disolver las Cámaras para ir a elecciones generales. Un Gobierno en minoría entre la espada y la pared. Tal es la dimensión del drama. Es lo que algunos han llamado el “autoindulto” de Pedro Sánchez. El espectáculo impúdico de ver al poder perdonándose a sí mismo. ¡El jefe de la banda indultando a la banda!
Hay quien sostiene que el desgaste al que Sánchez pretende someter a Felipe VI al hacerle firmar un decreto que, a tenor de las encuestas, rechaza el 80% de la ciudadanía –incluido una amplia mayoría del voto socialista- es de tal calibre que el truhan no se atreverá finalmente a dar el paso y buscará soluciones alternativas para hacer efectivo el pago de esa nueva letra que el separatismo le ha pasado a cobro antes de que termine el actual periodo de sesiones. Para quienes tal opinan, resulta incomprensible que persista en la vía del indulto -una medida jurídica- siendo así que no cuenta con el respaldo del Tribunal Supremo y ni siquiera de esa Fiscalía jerárquicamente dependiente del Gobierno. Continuar por ese camino se toparía de inmediato con los correspondientes recursos ante la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Supremo (parece que Vox es el único legalmente legitimado para hacerlo, en razón a su personación como acusación popular en el juicio del 'procés'), recursos que tendrían muchos visos de prosperar dado el tenor del informe del Alto Tribunal conocido esta semana.
Pero es que Vox apunta más lejos al haber anunciado ya la eventualidad de una posterior querella “contra todo el Consejo de Ministros” por prevaricación en la concesión de los indultos. Ese recurso a la vía penal hará que algunos de los que hoy se sientan en el banco azul se tienten la ropa a la hora de “tirarse por el barranco” tras el inmarcesible Sánchez. Ver a este Gobierno infame sentado un día no lejano en el banquillo sería algo más que eso que hemos dado en llamar “justicia poética”. Razón por la cual no sería descartable que finalmente abandonara la vía judicial para ir a la política, con la presentación en el Congreso de una Ley de Amnistía (que es lo que realmente le están pidiendo sus socios de investidura: una amnistía y un referéndum de autodeterminación), que podría aprobar por la mayoría parlamentaria de que dispone. Sería una solución política para un problema que el propio Sánchez proclama político. Una ley de amnistía es precisamente lo que emplearon el PSOE y el resto de fuerzas del Frente Popular para liberar a los nacionalistas catalanes de ERC que el 6 de octubre de 1934 se alzaron contra la II República con Lluís Companys al frente. La historia se repite. Como en el caso del indulto, el precio a pagar por el perfecto amoral que nos preside sería devastador. Haga lo que haga, Sánchez es hombre muerto y lo sabe. Sus días están contados.
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