Los excesos de Don Juan Carlos no pueden ser la coartada de una minoría de partidos para abrir una causa general contra la Corona
Los representantes legales del Rey emérito presentaron ayer una declaración ante el Ministerio de Hacienda con la que Don Juan Carlos da por regularizada su deuda con el Fisco por valor de 678.393,72 euros, correspondientes a regalos opacos que recibió durante los años 2017, 2018 y 2019 -una vez que hubo abdicado- y que nunca había declarado como suyos. Ese importe representa el 70 por ciento de los ingresos no declarados, incluyendo los intereses y recargos oficiales aplicables a cualquier otro español en su situación, para que esa parte de su patrimonio deje de estar oculta y poder tributar legalmente por ella. La regularización supone objetivamente el reconocimiento expreso de Don Juan Carlos de haber incurrido en una conducta reprochable desde una perspectiva administrativo-fiscal, y a priori debería quedar zanjada cualquier otra responsabilidad que pudiera atribuírsele, sobre todo en el ámbito penal. En cualquier caso, el daño moral a la Corona y a su propia imagen está hecho, porque la conducta que le ha movido ahora a saldar cuentas con Hacienda no deja de ser incompatible con la exigencia de ejemplaridad que siempre debió tener Don Juan Carlos como Jefe del Estado, y también después.
El comunicado oficial firmado por Felipe VI el pasado mes de marzo, en el que se desmarcaba categóricamente de cualquier conducta de su padre que fuese susceptible de reproche jurídico, o que ensombreciese el prestigio de la Monarquía como institución, supuso un antes y un después en la historia reciente de España. El Rey, como titular de la Corona, quiso preservarla de cualquier ataque que pudiese derivarse de los graves errores de Don Juan Carlos, y se limitó a cumplir con su obligación, por más que le doliese renunciar a apoyar legítima y públicamente a su padre, porque nunca ha dejado de ser eso, su propio padre. Precisamente por eso, el sacrificio de Don Felipe cobró un valor innegable y sirvió para reforzar el aprecio, el cariño y el respeto de la inmensa mayoría de los españoles por la Monarquía parlamentaria.
Los excesos de Don Juan Carlos no pueden ser la coartada de una minoría de partidos profundamente antiespañoles y antidemocráticos para abrir una causa general contra la Corona. Y menos aún si quienes promueven toda una maniobra de demolición de la Monarquía para reinstaurar una república autoritaria -hay un vicepresidente del Gobierno que así lo afirma textualmente desde la mesa del Consejo de Ministros- son los mismos inquisidores que han sido condenados por fraudes fiscales similares a los de Don Juan Carlos. O por no regularizar a sus empleados ante la Seguridad Social, o por incurrir en sedición con dinero público para proclamar una nación independiente. En democracia, y llegadas las cosas a este punto, Don Juan Carlos debería tener derecho a replicar cada acusación que se formula contra él, porque no siempre se ha respetado su presunción de inocencia. Se le ha estigmatizado con un único objetivo: desgastar la figura de Don Felipe y despreciar a toda la Familia Real. Hoy, Don Juan Carlos debería tener tanto derecho moral a defenderse en público como los españoles a recibir una explicación solvente de lo ocurrido porque el coste reputacional afecta a toda la Corona y es serio. De cualquier modo, la historia reciente de España desde su proclamación como Rey permanece tan indeleble como los trascendentes servicios que prestó para contribuir a transformar España en un ejemplo de democracia y de progreso. Don Juan Carlos no se ha comportado como debería. Sí, pero nadie podrá borrar el pasado ni atribuirse por ello el derecho de dañar a Don Felipe.
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