domingo, 5 de julio de 2020

Una ley contra la Historia y la convivencia

Hay muchos hijos acomplejados de franquistas en la izquierda política y mediática que quieren lavar sus miserias familiares emergiendo como heroicos defensores de una democracia que no necesita salvadores. Me siento muy cómodo en este debate porque no soy hijo de franquista y nadie lo fue en mi familia.


El gobierno social-comunista sigue empeñado en su agenda de adoctrinamiento partidista. Es una lástima, aunque temo que el PP no actúe con la firmeza que debería frente a ese esperpento denominado «proyecto de ley de Memoria Democrática». El texto vigente de 2007 ya fue un desastre, pero como me aclaró uno de los «padres» de la criatura: «el PP se queja mucho cuando hacemos estas normas, pero cuando gobierna no las cambia». Me hizo pensar. Es lo que había sucedido cuando llegó Rajoy a la presidencia del Gobierno. El espíritu excesivamente tecnocrático y algo acomplejado con que les llamen franquistas del centro derecha explica muy bien lo que sucedió. Lo único que les preocupaba era la crisis económica. El presidente decidió dejarla sin dotación presupuestaria, pero cualquier jurista sabe que esto no es más que un parche porque era una ley en vigor. Con el triunfo de la izquierda comunista en los grandes municipios, el Gobierno del PP se encontró con una ofensiva en toda regla que fue hábilmente agitada por los medios y periodistas afines. El PSOE se apuntó fervoroso para estigmatizar a su rival y, sobre todo, utilizarlo como otro elemento de cohesión electoral.


Sánchez aprovechó este escenario guerracivilista, que tanto gusta a la izquierda, para sacar a Franco del Valle de los Caídos a la vez que «expropiaban» el cadáver para enterrarlo donde les dio la gana. Todo ello con la sumisa e increíble aquiescencia de la sala Tercera del Supremo, que corrió presurosa al auxilio del Gobierno. En lo que respecta a sacarlo, no tengo ninguna duda jurídica de la capacidad gubernamental, pero lo segundo me pareció un despropósito. Al final, la operación propagandística no dio ningún rédito e incluso la exhumación adquirió una imprevista espectacularidad que provocó auténtico asombro con el despliegue, el uso del estandarte del antiguo jefe del Estado y la corona de laurel que se utilizaba para los héroes griegos y romanos.

El problema de fondo es el desconocimiento de la Historia que afecta al Gobierno social-comunista, a pesar de contar con una pléyade de cortesanos historiadores dispuestos a ejercer de palmeros con el fervor que les caracteriza. Su falta de objetividad eclipsa a los cronistas de la Edad Media y Moderna que tenían como única misión servir a sus príncipes. Cualquier historiador sabe que la memoria no es Historia sino, simplemente, un ejercicio de subjetividad que puede convertirse en la expresión de un fanatismo militante. Una parte de la memoria de oposición la dediqué a la naturaleza y objeto de la Historia, así como su aplicación en el ámbito del Derecho y las Instituciones. No voy a entrar en un desarrollo sobre los despropósitos del romanticismo o el marxismo aplicados a la Historia, porque no hacen más que aplicar el voluntarismo, el partidismo y la superficialidad en lugar de utilizar los métodos científicos de la disciplina.

El comunismo es una de las mayores monstruosidades de la Historia de la Humanidad. Una doctrina que ha cercenado los derechos y libertades en todos los países donde ha gobernado. Ha provocado guerras civiles, así como entre naciones. Ha perseguido a los disidentes, los homosexuales, los judíos y cualquier colectivo que no se sometiera a sus atrocidades. El catálogo de los delitos que ha cometido es tan enorme como sobrecogedor. A pesar de ello, el Gobierno no sopesa ilegalizar una ideología tan abominable. Y me parece bien, porque considero que una democracia no tiene que hacerlo salvo cuando claramente se defienda la comisión de delitos. No les importa pactar con Bildu que, como buena heredera de ETA y su entramado político, no condena los crímenes de la banda terrorista. En cambio, siguen la estela del comunismo en su obsesión por adoctrinar la sociedad para crear «buenos ciudadanos» que asuman la superioridad moral de la izquierda y su concepto antihistórico de la «memoria histórica».

Hay muchos hijos acomplejados de franquistas en la izquierda política y mediática que quieren lavar sus miserias familiares emergiendo como heroicos defensores de una democracia que no necesita salvadores. Me siento muy cómodo en este debate porque no soy hijo de franquista y nadie lo fue en mi familia. Estoy totalmente a favor de que se conozcan los sumarios de los juicios para que sepamos las razones de las condenas y, sobre todo, que los historiadores puedan investigar, utilizando criterios científicos, sobre la Segunda República, la Guerra Civil y la dictadura franquista. Por ello, todos los documentos deben ser accesibles sin ninguna limitación. Es sorprendente cuando escucho o leo a historiadores y políticos definir el franquismo como una dictadura fascista. Está claro que no saben qué fue el fascismo o el nazismo. Nada saben o no quieren saber de la realidad europea del período de entreguerras o la terrible realidad de la ofensiva soviética contra las democracias. Es un terreno en que se ha perdido el rigor y la objetividad.


Esta infantil pretensión de reescribir la Historia y utilizarla políticamente solo tiene un objetivo partidista, aunque se saldrán con la suya porque el PP no derogará esta ley cuando regrese al gobierno, como no lo hizo Rajoy en su momento. No es un proyecto para la convivencia y el rigor histórico, porque si se quiere hablar del franquismo, que me parece bien, se debería poder hacer lo mismo sobre las atrocidades cometidas por socialistas, comunistas y anarquistas durante esos años terribles de la República y la Guerra Civil. Es una obsesión enfermiza que no tuvo el PSOE ni el PCE durante la Transición porque muchos de sus dirigentes sabían con seguridad lo que había sucedido y querían la reconciliación. Era necesario pasar página y dejar la Historia para los historiadores. La izquierda ahora prefiere la confrontación y las trincheras.
Francisco Marhuenda

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