Las tácticas de Pablo Iglesias son burdas, rastreras, contrarias en fondo y forma al sentido de la palabra «democracia», repugnantes en términos éticos e indignas de un servidor público, pero útiles para alcanzar la meta que persigue con ahínco este Gobierno: liquidar el régimen del 78, abolir de facto la Constitución fruto de aquel consenso, empezando por las libertades consagradas en su articulado, y alumbrar una España irreconocible, más pobre, más dividida, más débil y más enfrentada. Una España sin Rey y sin Ley común, de taifas gobernadas por caudillos locales, ciudadanos sujetos al alpiste estatal, votantes cautivos, empresas expulsadas o controladas, jueces dependientes del poder político, cuerpos y fuerzas de seguridad subyugados y medios de comunicación sometidos, donde establecer
«sine die» su tiranía encubierta; ésa que están ensayando con tanto éxito como impunidad aprovechando una epidemia atroz para perpetuar el estado de alarma.
El vicepresidente es la cara más fea del Gabinete, pero no es un verso suelto. Antes al contrario, constituye un pilar esencial de la estructura levantada por Pedro Sánchez en su afán de consolidar la poltrona. Si hasta su investidura le quitaba el sueño (o al menos eso decía tratando de pescar en los caladeros socialdemócratas) ahora saca el máximo partido de un reparto de papeles consistente en reservarse el de hombre de Estado, moderado, dialogante, templado y seductor, cediendo a su número dos el de matón de discoteca, que Iglesias desempeña con gusto pues le va como anillo al dedo. Está en su naturaleza de chekista nacido a destiempo, en su ideología comunista, en su mentor, Hugo Chávez, en sus referentes políticos, encabezados por Marx o Lenin, y en su proyecto de «tomar el cielo al asalto» y «convertir lo imposible en real», siguiendo las enseñanzas de los revolucionarios a quienes venera. El totalitarismo es su credo. La intimidación, su herramienta. Así como la mentira es el arma favorita de Sánchez, las suyas son el amedrentamiento y la provocación. Atrás quedó la época en la que recorría los platós de televisión fingiendo ser un tipo cordial, mientras utilizaba las redes sociales para pedir a sus seguidores munición comprometedora contra sus interlocutores. Ya no intenta parecer simpático. Ahora asoma sin pudor la patita de extrema izquierda, amenaza a diputados rivales desde la tribuna del Congreso y embarra el campo de juego con cortinas de fango hediondo, viendo con delectación cómo la oposición en pleno embiste a pedir de boca los sucios trapos que pone ante ella.
¡Pobre España, huérfana de alternativa ante este tándem liberticida carente de frenos o escrúpulos! Mientras el peón que han colocado en Interior desmonta pieza a pieza la cúpula de la Guardia Civil, con el claro empeño de minar la obediencia del Cuerpo a la legalidad vigente; mientras su comisaria en la Fiscalía General amordaza a los fiscales; mientras la Abogacía del Estado se transforma en abogacía del Gobierno y azote de jueces independientes; mientras avanza a gran velocidad el proceso de liquidación de las instituciones democráticas, tanto el PP como Vox entran al capote del provocador podemita y se olvidan de lo importante para seguir, como principiantes, los señuelos que les arroja. Así, el debate público gira en torno a marquesas, padres, grupos terroristas disueltos o inexistentes intenciones golpistas, en lugar de centrarse en el pacto de la vergüenza con Bildu, el ataque a la Guardia Civil, el arresto domiciliario masivo que emboca ya su sexta prórroga o lo que más aterra al Ejecutivo: los cerca de cuarenta mil muertos achacables a su negligencia en la gestión del coronavirus. Y la oposición, a por uvas.
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