Cristina López Schlichting
Qué difícil ser español. Ignoro si las gentes de otros países también tienen
problemas para reconciliarse con sus sociedades, pero es difícil haber
encarado una crisis sanitaria y lanzarse de cabeza a una crisis económica
con un estruendo político tan fuerte que impide centrarse en lo esencial.
Estos días me consuela –paradojas del mal– la escena de unos Estados
Unidos incendiados tras el asesinato de un hombre negro, todo ello en
plena pandemia. Supongo que somos así todos, todos los seres humanos,
quiero decir.
Las palabras parecen haberse vaciado, nos resbalan como copas vacías.
Escuchaba al presidente en el Congreso lamentar el odio y el
enfrentamiento y me quedaba pensando. A un extranjero, conmovido por la
caridad de Pedro Sánchez, habría que explicarle que dirige un Gobierno
que sólo da a elegir a la oposición y las instituciones entre la pleitesía o el
descabello. Así también predico yo la paz y el amor.
Susto o muerte nos ofrecen a los medios: si no asientes es que difundes
fake news. Susto o muerte a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del
Estado: si no te pliegas a la política eres tildado de traidor. Y te destituyen
acusándote de constituir una «policía patriótica». Susto o muerte a los
jueces, que están clamando por la destitución de un ministro que hace
pedorretas con las funciones de policía judicial de la Guardia Civil.
Escuchando al presidente cabe inferir que un santo varón, espeluznado por
el enfrentamiento nacional, llama a la conciliación. Los que seguimos la
actualidad sabemos, por el contrario, que sus seguidores azuzan al
enfrentamiento. Tanto Iván Redondo, el asesor directo de Sánchez, como
Pablo Iglesias, comparten la teoría de frentes, la idea de que es más
importante un buen enemigo al que odiar que una mejor idea. Que apelar a
la lucha es la forma más eficaz de ganar adeptos. El 8 M es el símbolo de lo
que está pasando: «Es más letal el machismo que el coronavirus», rezaba la
pancarta. Como lo están leyendo.
Tiene razón César Calderón. No hay razón para asombrarse de que Pedro
Sánchez haga exactamente lo mismo que hizo en su partido. Traicionar a
los que lo habían aupado, ningunear a los que mandaban, dividir al PSOE y
demonizar a sus enemigos. Quedarse como único jefe narcisista del cotarro.
No, no va a dimitir Marlaska por conculcar la separación de poderes, como
no va a dimitir Irene Montero por convocar manifestaciones letales, a
problemas para reconciliarse con sus sociedades, pero es difícil haber
encarado una crisis sanitaria y lanzarse de cabeza a una crisis económica
con un estruendo político tan fuerte que impide centrarse en lo esencial.
Estos días me consuela –paradojas del mal– la escena de unos Estados
Unidos incendiados tras el asesinato de un hombre negro, todo ello en
plena pandemia. Supongo que somos así todos, todos los seres humanos,
quiero decir.
Las palabras parecen haberse vaciado, nos resbalan como copas vacías.
Escuchaba al presidente en el Congreso lamentar el odio y el
enfrentamiento y me quedaba pensando. A un extranjero, conmovido por la
caridad de Pedro Sánchez, habría que explicarle que dirige un Gobierno
que sólo da a elegir a la oposición y las instituciones entre la pleitesía o el
descabello. Así también predico yo la paz y el amor.
Susto o muerte nos ofrecen a los medios: si no asientes es que difundes
fake news. Susto o muerte a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del
Estado: si no te pliegas a la política eres tildado de traidor. Y te destituyen
acusándote de constituir una «policía patriótica». Susto o muerte a los
jueces, que están clamando por la destitución de un ministro que hace
pedorretas con las funciones de policía judicial de la Guardia Civil.
Escuchando al presidente cabe inferir que un santo varón, espeluznado por
el enfrentamiento nacional, llama a la conciliación. Los que seguimos la
actualidad sabemos, por el contrario, que sus seguidores azuzan al
enfrentamiento. Tanto Iván Redondo, el asesor directo de Sánchez, como
Pablo Iglesias, comparten la teoría de frentes, la idea de que es más
importante un buen enemigo al que odiar que una mejor idea. Que apelar a
la lucha es la forma más eficaz de ganar adeptos. El 8 M es el símbolo de lo
que está pasando: «Es más letal el machismo que el coronavirus», rezaba la
pancarta. Como lo están leyendo.
Tiene razón César Calderón. No hay razón para asombrarse de que Pedro
Sánchez haga exactamente lo mismo que hizo en su partido. Traicionar a
los que lo habían aupado, ningunear a los que mandaban, dividir al PSOE y
demonizar a sus enemigos. Quedarse como único jefe narcisista del cotarro.
No, no va a dimitir Marlaska por conculcar la separación de poderes, como
no va a dimitir Irene Montero por convocar manifestaciones letales, a
sabiendas de que eran un foco de contagio. Como no va a dimitir el
ministro de Sanidad por el escandaloso baile de cifras de fallecimientos o
ministro de Sanidad por el escandaloso baile de cifras de fallecimientos o
los extraños contratos que llevaron a comprar 650.000 tests deficientes.
La mentira se ha instalado y uno puede ser lobo y disfrazarce de Gandhi
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