De la imprevisión a la catástrofe
Durante los últimos 30 años, el tiempo transcurrido desde la creación de la Organización Nacional de Trasplantes, han pasado por la sede del Paseo del Prado un total de 18 ministros de Sanidad. Poco más de año y medio por ministro designado por los sucesivos gobiernos, con un factor común en muchos de ellos (con pocas, aunque honrosas excepciones): la ignorancia absoluta de la cartera que le había tocado en suerte, bien como pago de servicios prestados o para que se fogueara en espera de más altas cotas.
Mientras todo va bien, no pasa nada. Lee discursos, se hace fotos, se dedica a los asuntos políticos por los que le han colocado ahí, y total, la asistencia sanitaria se transfirió hace casi 20 años y ya se ocupan las comunidades. A pasar el año y medio lo mejor posible y por supuesto a no complicarse la vida con proyectos de futuro que ni le van a aportar réditos inmediatos ni tampoco llega a entender su necesidad. Claro que hay técnicos a su alrededor,pero su primer mandamiento suele ser no importunar al jefe, que en todo caso es un interino en el ministerio y pasará pronto. Solo temas en los que pueda lucirse, y a corto plazo.
Cuento todo esto para mostrar la escasa consideración que a los presidentes del gobierno les
merece en general este departamento. El problema es que hay unas situaciones que aparecen periódicamente y que sí son competencia del Ministerio de Sanidad, las crisis de salud pública:
vacas locas, SARS, gripe A, ébola…, con mayor o menor gravedad real, pero con un factor común: si la gestión de las mismas la hacen amateurs y no es la adecuada, se pueden llevar por delante a cualquier gobierno, con costes muy elevados tanto económicos como de vidas humanas.
Durante los últimos 30 años, el tiempo transcurrido desde la creación de la Organización Nacional de Trasplantes, han pasado por la sede del Paseo del Prado un total de 18 ministros de Sanidad. Poco más de año y medio por ministro designado por los sucesivos gobiernos, con un factor común en muchos de ellos (con pocas, aunque honrosas excepciones): la ignorancia absoluta de la cartera que le había tocado en suerte, bien como pago de servicios prestados o para que se fogueara en espera de más altas cotas.
Mientras todo va bien, no pasa nada. Lee discursos, se hace fotos, se dedica a los asuntos políticos por los que le han colocado ahí, y total, la asistencia sanitaria se transfirió hace casi 20 años y ya se ocupan las comunidades. A pasar el año y medio lo mejor posible y por supuesto a no complicarse la vida con proyectos de futuro que ni le van a aportar réditos inmediatos ni tampoco llega a entender su necesidad. Claro que hay técnicos a su alrededor,pero su primer mandamiento suele ser no importunar al jefe, que en todo caso es un interino en el ministerio y pasará pronto. Solo temas en los que pueda lucirse, y a corto plazo.
Cuento todo esto para mostrar la escasa consideración que a los presidentes del gobierno les
merece en general este departamento. El problema es que hay unas situaciones que aparecen periódicamente y que sí son competencia del Ministerio de Sanidad, las crisis de salud pública:
vacas locas, SARS, gripe A, ébola…, con mayor o menor gravedad real, pero con un factor común: si la gestión de las mismas la hacen amateurs y no es la adecuada, se pueden llevar por delante a cualquier gobierno, con costes muy elevados tanto económicos como de vidas humanas.
Y como la ley de Murphy es inexorable, el nuevo gobierno que toma posesión a mediados de enero se encuentra el 30 de ese mes, en pleno aterrizaje del nuevo ministro, con que la OMS declara la alerta sanitaria por el Covid-19, cuando ya había 18 países afectados además de China. Tanto este organismo como la Unión Europea alertaron a los países para que se prepararan ante la expansión del virus, provisionándose de test, equipos de protección, etcétera. En España se consideró innecesario hacerlo, mientras los expertos del ministerio aseguraban por ejemplo el 23 de febrero, cuando ya habían comenzado las medidas de confinamiento en el norte de Italia, que aquí no se estaba transmitiendo la enfermedad y que solo había casos importados, algo que luego se demostró erróneo. Por cierto, ninguna medida precautoria con este país al que nos unían entre otras muchas cosas, más de 250 vuelos diarios
sin control alguno.La primera semana de marzo ya había infectados en casi todas las comunidades, se habían producido los primeros brotes en residencias y los primeros fallecimientos. En trece países se habían ya suspendido clases en colegios y universidades y aquí se habían anulado reuniones y congresos médicos en base a las recomendaciones del Colegio de Médicos y al menos en Madrid, de una circular del Servicio Madrileño de Salud (sin ir más lejos, a mí me suspendieron una conferencia). Había suficientes indicios para tomarse en serio el peligro y algunas entidades así lo hicieron. Sin embargo, desde el ministerio se insistía en la «fase de contención», con una actitud casi contemplativa en la que se afirmaba que el 90% de los casos eran importados, que solo había que hacer test a los infectados y que «hacérselo a sus contactos no aporta nada» (sencillamente se ocultó que no había suficientes).
Llega el 8-M con 76 actos multitudinarios autorizados por la delegación del Gobierno en Madrid y cientos en toda España, incluidos partidos de fútbol y mítines políticos, con la frase del portavoz de que si su hijo le pedía consejo para ir a la manifestación le diría que hiciera lo que quisiera. Tras los actos festivos todo cambia de la noche a la mañana de forma que al día
siguiente ya se reconoció la gravedad de la situación y se enfiló hacia el estado de alarma materializado unos días después.
Todos esos días de inacción han tenido consecuencias catastróficas porque nos han hecho llegar tarde a casi todo en una cadena de errores e impotencia que han desembocado en la situación actual. Los retrasos en tomar medidas permitieron la expansión del virus, la carencia de test no provisionados a su debido tiempo impidió acotar los casos que se iban descubriendo y por tanto dio vía libre a multitud de contagios. La falta de equipos de protección, tampoco
provistos en su momento, facilitó el contagio masivo de sanitarios a los que tampoco se hacía el test, con lo que además de ir cayendo se convirtieron en vectores del contagio. Nada menos que la quinta parte de los infectados son trabajadores de la sanidad, el mayor porcentaje del mundo. Las residencias se convirtieron en trampas mortales para los ancianos sin que un sistema sanitario desbordado las pudiese rescatar. Los resultados de esta tormenta perfecta están ahí.
Por si fuera poco, una calamitosa política de comunicación, con mensajes contradictorios sobre los test, las mascarillas, las compras en el extranjero, las salidas de los niños y en general con la forma de dirigir la pandemia, han destrozado la credibilidad de las autoridades sanitarias en un tema en el que la colaboración ciudadana y la confianza son fundamentales para llegar a buen puerto.
¿Podrían haber sido diferentes las cosas con una dirección y unos expertos más adecuados?
¿Se podrían haber adelantado las decisiones con un mayor conocimiento de gestión sanitaria por parte del ministro y un mejor asesoramiento? Por desgracia la Historia no da marcha atrás,pero una mirada a países como Alemania, Finlandia, Islandia, Nueva Zelanda, Corea, Taiwán…
sin control alguno.La primera semana de marzo ya había infectados en casi todas las comunidades, se habían producido los primeros brotes en residencias y los primeros fallecimientos. En trece países se habían ya suspendido clases en colegios y universidades y aquí se habían anulado reuniones y congresos médicos en base a las recomendaciones del Colegio de Médicos y al menos en Madrid, de una circular del Servicio Madrileño de Salud (sin ir más lejos, a mí me suspendieron una conferencia). Había suficientes indicios para tomarse en serio el peligro y algunas entidades así lo hicieron. Sin embargo, desde el ministerio se insistía en la «fase de contención», con una actitud casi contemplativa en la que se afirmaba que el 90% de los casos eran importados, que solo había que hacer test a los infectados y que «hacérselo a sus contactos no aporta nada» (sencillamente se ocultó que no había suficientes).
Llega el 8-M con 76 actos multitudinarios autorizados por la delegación del Gobierno en Madrid y cientos en toda España, incluidos partidos de fútbol y mítines políticos, con la frase del portavoz de que si su hijo le pedía consejo para ir a la manifestación le diría que hiciera lo que quisiera. Tras los actos festivos todo cambia de la noche a la mañana de forma que al día
siguiente ya se reconoció la gravedad de la situación y se enfiló hacia el estado de alarma materializado unos días después.
Todos esos días de inacción han tenido consecuencias catastróficas porque nos han hecho llegar tarde a casi todo en una cadena de errores e impotencia que han desembocado en la situación actual. Los retrasos en tomar medidas permitieron la expansión del virus, la carencia de test no provisionados a su debido tiempo impidió acotar los casos que se iban descubriendo y por tanto dio vía libre a multitud de contagios. La falta de equipos de protección, tampoco
provistos en su momento, facilitó el contagio masivo de sanitarios a los que tampoco se hacía el test, con lo que además de ir cayendo se convirtieron en vectores del contagio. Nada menos que la quinta parte de los infectados son trabajadores de la sanidad, el mayor porcentaje del mundo. Las residencias se convirtieron en trampas mortales para los ancianos sin que un sistema sanitario desbordado las pudiese rescatar. Los resultados de esta tormenta perfecta están ahí.
Por si fuera poco, una calamitosa política de comunicación, con mensajes contradictorios sobre los test, las mascarillas, las compras en el extranjero, las salidas de los niños y en general con la forma de dirigir la pandemia, han destrozado la credibilidad de las autoridades sanitarias en un tema en el que la colaboración ciudadana y la confianza son fundamentales para llegar a buen puerto.
¿Podrían haber sido diferentes las cosas con una dirección y unos expertos más adecuados?
¿Se podrían haber adelantado las decisiones con un mayor conocimiento de gestión sanitaria por parte del ministro y un mejor asesoramiento? Por desgracia la Historia no da marcha atrás,pero una mirada a países como Alemania, Finlandia, Islandia, Nueva Zelanda, Corea, Taiwán…
(por cierto, casi todos presididos por mujeres) o incluso otros con una sanidad bastante más limitada que la nuestra como Grecia y Portugal, pero con mucho mejores resultados, nos puede dar bastantes pistas de que otra historia de la crisis era perfectamente posible.
Juzguen ustedes.
Dr Rafael Matesanz
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