Sin división estricta de poderes, no hay justicia. Hay linchamiento: transposición azarosa del principio de venganza. La acechante guerra del hombre contra el hombre se exime, así, de norma o garantía. Y el Estado se perfila como homicida supremo.
Cuando un vicepresidente deslegitima a la magistratura, el Estado totalitario está a la vuelta de la esquina. Porque el Estado totalitario, el Estado sin contrapesos, es eso: la asunción de todo el poder por el ejecutivo. En tal concentración cifraba Mussolini su gran invento. En su hipérbole asesina puso Hitler el destino de Alemania.
Sorprende -y entristece- que quien, como Fernando Grande-Marlaska, fue un magistrado decente se niegue a verlo. El vicepresidente Iglesias deslegitimó la potestad de los jueces para juzgar a los políticos. Lo cual no sólo destruye a la judicatura, destruye la democracia. «No hubo ninguna posibilidad» -apostilló Marlaska, sin embargo- «de entender que la independencia del poder judicial quedara atacada por las manifestaciones del vicepresidente…
Básicamente, hubo una valoración de una persona que es dirigente de un partido político». Y, de modo asombroso, el antaño juez olvidó especificar que el tal «valorador», además de una «persona que es dirigente de un partido político», era vicepresidente del gobierno en el cual él es ministro. Y olvidó también que las responsabilidades, en un gobierno, son colectivas.
Lo que Pablo Iglesias había proclamado era, sin embargo, inequívoco. Lo cito en toda su extensión, para evitar malentendidos o trastrueques: «En España mucha gente siente que corruptos muy poderosos quedan impunes gracias a sus privilegios y contactos, mientras se condena a quien protestó por un desahucio vergonzoso».
Acusar al poder judicial de prevaricación gremial contra el pueblo humilde, fue un lugar común de los fascismos. Y una coartada para disciplinar a los jueces. Que un gobierno de la UE formule eso hoy, mueve a estupor. A inquietud, si hemos de hablar con propiedad.
Sieyès teorizó la autonomía judicial como único recurso que, al igualar a todos ante un canon, la ley, garantizaría la libertad de cada cual frente a los más fuertes, frente al poder político ante todo.
Sin división de poderes, todo le estaría permitido a un gobierno que dispondría de medios ilimitados para imponer su arbitrio.
El más potente de cuantos sujetos pueblan una sociedad moderna, la poderosísima máquina ejecutiva, a cuyo cargo están armas e instituciones, no debe decidir acerca de las leyes. Eso haría de todos nosotros sus indefensos siervos. Eso busca hoy Iglesias.
Televisión, tribunales, fuerza física… En la composición de esas tres determinaciones ve el siglo XXI asomar el rostro, no de una «nueva normalidad», de un nuevo totalitarismo. Que hoy apunta, al socaire de los medios de excepción -no de alarma- que la crisis pone en manos de políticos sin demasiados escrúpulos.
Ya no necesitan siquiera, como antaño, a bandas de matones para imponer su código. Aunque esas bandas del dirigente político que llamaba a sus militantes a aprestarse a tomar las armas aguarden la ocasión propicia, atrincheradas tras las pantallas de los televisores monopólicamente amigos.
¿Para qué la división de poderes? Para que un vicepresidente que hostigue a los jueces sepa que se verá sentado en el banquillo. Y protegido por las mismas leyes que él abomina. Contra eso lucha Iglesias: es lógico. Eso debiera defender Grande-Marlaska.
Quien un día, no hace tanto, fue un juez íntegro.
Gabriel Albiac ( ABC )
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