Sola, borracha y contagiada. Así es como quedó España después de la verbena de Irene Montero el 8 de marzo. Hasta el «New York Times», en un volantazo hacia el periodismo que nos reconcilia con la profesión, ha puesto al Gobierno a caer de un burro por su decisión de postergar el decreto del estado de alarma para frenar los estragos de la pandemia en nuestro territorio.
Que el coronavirus había entrado ya en la península a comienzos de marzo lo sabía hasta el que asó la manteca. Pero Sánchez, Iglesias, Redondo y los demás pensadores de La Moncloa decidieron pasarse por el forro las indicaciones para que la pizpireta Montero tuviera su fiesta de fin de curso. Y para no prohibir la manifestación feminista dejaron España entera abierta y a merced del bicho. Los muy iluminados nos están intentando colar una coartada cuantitativa haciendo inventario de todos los actos públicos que se celebraron durante las semanas anteriores a la orden de confinamiento.
Creen que con esa estrategia mitigarán la idea de que la culpa no fue del 8-M, sino de los partidos de fútbol, de los conciertos de música y hasta del mitin de Vox en Vistalegre. El colmo habría sido que lo hubiesen prohibido todo menos la pancarta de las ministras. El capricho ideológico de este Gobierno de besucones, obsesionado con permitirle a Montero celebrar su piñata, arrastró al resto de acontecimientos al suicidio colectivo.
Estaría bien, por tanto, conocer cuántos actos hubo exactamente porque ese pretexto demostrará que pese a saber que el virus estaba sobrevolando nuestras cabezas, pese a que avisó a todos los ministros y directores generales de que no hicieran reuniones presenciales diez días antes de tomar la decisión de cerrar el país, pese a que en la manifestación del 8-M había mujeres de su equipo como Celaá con guantes de látex y una organizadora lanzaba órdenes de evitar los besos, el presidente Sánchez permitió que en España hubiese cientos de concentraciones de personas expuestas a la quema.
Ay, los besos. Con el amago de Ábalos a Lastra ha quedado demostrado hoy que estamos enterrando a Cristo solo, como a tantos de nuestros familiares, que los besos que da este Gobierno son como los de Judas Iscariote.
El 8-M fue un guateque para el Covid-19 porque le permitió hacerse fuerte en un país atontado que despreció los consejos de los expertos y la ventaja de saber qué había pasado ya en otras zonas del mundo. ¿Pero cómo iba Iglesias a chafar el convite de la madre de sus hijos? Los nuevos ricos nunca anulan sus francachelas ni aunque el vecino esté velando a un muerto.
Una de las grandes debilidades de los desclasados como Pablo e Irene, que han subido de escalafón social gracias a la política, es que necesitan hacer ostentación de su nuevo estatus. Y esa es toda la explicación de nuestro fracaso. ¿Qué podíamos esperar de un presidente maniatado por los populistas y cuya gran medida desde que llegó al poder ha sido sacar a Franco de su tumba?
En las pancartas que exhibieron algunas ultras en la manifa de marras está resumida la prioridad de esta panda de ineptos: «El machismo mata más que el coronavirus». Para todas estas lumbreras, la consigna política vale más que la salud. Porque en sus cabezas siempre se está celebrando un despiporre.
Sánchez, que ha conseguido que los españoles mejoren las estadísticas de sus hábitos de lectura cuando él está dando sus homilías en la tele, es el máximo responsable de este destrozo. Sin excusas. Que ya está bien de la moralina de la unidad y la lealtad para combatir el virus.
La lealtad exige verdad y la verdad está en la verbena del 8-M. Donde todo el mundo evitó los besos, como Lastra, para que no se descubriera la traición.
Alberto García Reyes ( ABC )
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