Tiene importancia que cincuenta diputados llamen franquista al Rey, le organicen un desplante y le nieguen legitimidad como Jefe del mismo Estado al que combaten mientras cobran de sus arcas un sueldo de parlamentarios.
Tiene importancia que Pablo Iglesias ordene en Podemos un desdoble estudiado en virtud del cual los cinco ministros aplauden al Monarca con descriptible entusiasmo y el resto de congresistas reciben sus palabras cruzados de brazos.
Tiene importancia que una cuarta parte de la Cámara represente a partidos que cuestionan el régimen monárquico. Todo eso es relevante, y desde luego inquietante, en la medida en que muestra un rechazo cuantitativamente significativo al símbolo de la unidad de España, de la neutralidad de las instituciones y de la convivencia entre los ciudadanos.
Pero la verdadera trascendencia del caso reside en que por primera vez en este período democrático esos grupos rupturistas son los socios de un Gobierno que no puede funcionar sin su respaldo y de un presidente que a la vez que proclama su lealtad a la Corona procura achicarle a su titular el campo: reduce su agenda oficial, minimiza su espacio diplomático, peina sus discursos para evitar menciones a Cataluña u otros asuntos ingratos y hasta anuncia el Gabinete saltándose el elemental trámite protocolario de ir a comunicarlo antes en persona a Palacio.
Es decir, que jibariza sus funciones hasta convertirlas en un atrezo, un ornato ritual para el despliegue de un poder personalista, cesáreo, progresivamente concentrado en torno a una presidencia de corte republicano.
En la arquitectura política diseñada por Sánchez, él mismo queda como único anclaje de una monarquía circunscrita a un estrecho formulismo de acotadas solemnidades. La pregunta es si se trata de un dique fiable ante los crecientes ataques de sus propios aliados a las bases constitucionales.
Y la respuesta es que su fiabilidad al respecto tiene la misma solidez que el resto de sus convicciones, decisiones y pronunciamientos. La misma que su rotunda negativa a pactar con los separatistas y con Podemos. La misma que su idea de nación, la misma que la autoría y la originalidad de su tesis, la misma que sus criterios sobre la acogida de migrantes en los puertos.
La misma que las versiones gubernamentales sobre ciertos encuentros nocturnos secretos. La misma que transformó al «Le Pen» español en un dirigente de respeto. La misma que la de su concepto de la verdad y de la mentira como fenómenos vaporosos, evanescentes, etéreos, insignificantes bagatelas al lado de la grandeza de su proyecto.
Esos son los términos del problema. Que es imposible saber si el compromiso sanchista con la Corona tiene una validez idéntica a la de sus demás promesas. Y que el Ejecutivo carece de otros apoyos que los que por mera conveniencia le prestan desde dentro y desde fuera los enemigos del sistema.
Ignacio Camacho ( ABC )
No hay comentarios:
Publicar un comentario