La verdadera vergüenza no estuvo en el discurso de la portavoz de Bildu. Eso fue sólo el resultado de la generosidad ingenua, o débil, de un régimen de libertades tan permisivo que concede voz y representación a los enemigos que pretenden destruirlo.
La diputada Aizpurua, condenada en su momento por exaltación del terrorismo, no hizo otra cosa que retratar la catadura moral de su partido, heredero legal de una banda de asesinos. Tampoco cabía esperar otra cosa que la benevolencia de la presidenta del Congreso, obsequiosa en la interpretación del reglamento para no molestar a quienes al fin y al cabo debe su puesto.
No: el oprobio para la dignidad del Estado democrático lo provocó la cordialidad con que Pedro Sánchez respondió a la oradora que había escupido sobre la Constitución, denigrado al Rey, humillado a las víctimas, reivindicado a un dirigente condenado por secuestro y calificado de «fraude» al sistema entero.
El servilismo genuflexo con que, lejos de defender las instituciones y el ordenamiento, le agradeció su apoyo, la invitó a desarrollar puntos de encuentro y le dio la bienvenida a su proyecto. Una ignominia semejante carece de precedentes en este Parlamento.
Nunca los testaferros de ETA habían gozado de tal deferencia, ni siquiera durante el proceso negociador de Zapatero. Ni en sus más optimistas sueños hubieran pensado que podían llamarse a más, ni cabía imaginar que un jefe del Gobierno se rebajase a menos. Ésta es, sin embargo, la cruda, amarga realidad del momento.
Le molesta oírlo pero el presidente le va a deber el cargo a los gestores del posterrorismo. Ni Esquerra, ni el señor de Teruel, ni Errejón, ni el Bloque gallego le sirven sin su auxilio. Otro límite roto, otra barrera moral sobrepasada, otro dique político destruido.
Tienen razón Aizpurua, y Pablo Iglesias, y Rufián, cuando se ufanan de haber comenzado la demolición del «régimen del 78» para abrir una nueva etapa. Lo que quizá nunca supusieron es que contarían con la colaboración decisiva del partido que asentó la actual arquitectura democrática, mutado ahora en dinamitero de la legitimidad constitucional, en inexplicable agente ejecutor de su derribo entusiasta.
La antigua socialdemocracia moderada que por unos cuantos votos, prescindibles al existir otra alternativa mayoritaria, ha sido capaz de permitir una exhibición de ruindad en la misma sede de la nación soberana.
Con todo, en esa mañana infame quedó congelada una imagen de reconfortante dignidad sobre la que Javier Cercas podría diseccionar otra «anatomía de un instante».
Fue la de un hombre sentado dándole la espalda a la congresista filoetarra que desde la tribuna arrojaba lodo verbal sobre el intachable legado de su padre.
Se llama Adolfo Suárez, como el protagonista de aquel otro gesto honorable. Y representa todos los ideales de convivencia arrumbados en esta España de Sánchez.
Ignacio Camacho ( ABC )
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