Parémonos por un minuto a pensar en la imagen que está dando España al resto del mundo. En especial al resto de Occidente y a nuestros aliados. Pero también a nuestros enemigos. Se ha seguido un proceso judicial contra los golpistas catalanes en el que se han cuidado las formas con exquisitez.
Se ha procurado garantizar que los condenados no tengan un solo argumento de amparo ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Una reversión de la condena allí sería un golpe demoledor ante la opinión pública mundial.
Pero, frente al cuidado que ha tenido el poder judicial para preservar el buen nombre de España, el poder ejecutivo está haciendo exactamente lo contrario: ¿quién va a explicar en Bélgica o en el Reino Unido que los fugados de la Justicia española son delincuentes cuando el partido gobernante en España está negociando conseguir el apoyo de sus partidos políticos?
Porque esos son los partidos en cuyo nombre esos prófugos cometieron los delitos por los que se les persigue y por los que sus conmilitones están en la cárcel en España -veremos por cuánto tiempo-. A día de hoy, el Gobierno español en funciones pretende la extradición de los políticos de unos partidos que cometieron unos delitos que no los inhabilitan como interlocutores para la formación de una nueva mayoría. «Pues no será tan grave», podrán decir -con toda lógica- nuestros socios europeos. Y yo no estaría seguro de con qué argumento contestarles. Porque se las ponen como a Fernando VII.
La situación es de una extremada gravedad. Sigue habiendo gente que se pregunta si efectivamente habrá gobierno de coalición con apoyo de los independentistas. Me pasma que todavía pueda haber tanta candidez. Sánchez está dispuesto a dar lo que sea a cambio de seguir siendo presidente del Gobierno.
Su mandato de dieciocho meses -siete «en funciones»- no ha generado absolutamente nada positivo para el país, como bien sostuvo Mariano Rajoy el pasado miércoles. Se ha limitado a resolver problemas de los que nadie hablaba -como la exhumación de Franco- y a dar alas a un partido que él define como de ultraderecha. Ha demostrado una falta de ética total -de moral no puede hablar porque no sabe lo que es-.
Y España está hoy más rota que nunca, con los independentistas catalanes crecidos. Porque a pesar de que su «CIS» autóctono dé una bajada sustancial a la voluntad de independencia en los últimos quince meses, la realidad es que son más necesarios que nunca. El partido que les venció en las autonómicas de Cataluña está políticamente muerto y en el resto de España han florecido los minipartidos locales que en un Parlamento fragmentado tienen un peso con el que nunca soñaron.
A las diez de la mañana del pasado 12 de noviembre me llamó el corresponsal en Madrid de un prestigioso diario británico para preguntarme el calendario hacia la investidura. Se quedó sorprendido por la demora en completar el proceso, pero entendió el papel de la Corona.
Papel que quedó en entredicho al día siguiente, cuando Sánchez e Iglesias pactaron el Gobierno que el Rey no les había encargado. Ahora vemos que, a mayor afrenta, el partido al que Sánchez va a ceder lo que sea con tal de mantener el sillón también anuncia que no acudirá a las consultas de La Zarzuela. Lógico. Si ellos son republicanos y el papel del Rey no lo respeta ni el presidente del Gobierno… A ver quién consigue explicar esto fuera de España.
Ramón Pérez-Maura ( ABC )
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