Cada vez que sobrevuelo Pamplona y el piloto aproxima el aeropuerto de Noain, el más complicado de Europa en los simuladores de vuelo ex aequo con Innsbruck y tal vez Bilbao, me pregunto qué hago yo metido en esta vorágine que me impide por perogrullescas razones de seguridad acudir con frecuencia a mi pueblo. Cada vez que lo hago tengo que ir acompañado para impedir que las minorías matoniles que tienen amedrentada al resto de la población me metan la paliza que les gustaría. La infancia del poeta eran recuerdos de un patio de Sevilla y la mía es la memoria de un niño feliz en Cizur Menor, el municipio que, imponente él, sobrevuela Pamplona y diviso desde la cabina del Air Nostrum. El aterrizaje es made in Noain: las corrientes nos ponen los redaños de corbata. El día ha amanecido cabrón. Pablo Casado, María Pelayo, Isabel Benjumea, Carlos Cuesta y servidor respiramos tranquilos cuando el piloto tumba la panza del Bombardier sobre una de las pistas más angostas y cortas de España. Para variar, una patrulla de los GAR y otra de la Policía Nacional, armados hasta los dientes, custodian la zona de Llegadas. Nos saludan con la amabilidad de quienes vinieron a la función pública a servir y no a servirse. La amabilidad de dos de los cuerpos, el tercero es el Ejército, mejor valorados por los ciudadanos.
—Buenos días, buen servicio—, les contestamos. El candidato estrecha las manos de todos ellos con esa sonrisa y ese porte que le convierten en una suerte de Adolfo Suárez redivivo.
Nos dirigimos al imprescindible Hotel Muga Beloso, donde Pablo Casado va a reescribir ese acuerdo que nunca se debió romper: el que une, en tan estricto como lógico matrimonio de conveniencia, a PP y UPN para sortear los obstáculos de esa Ley Electoral que ampara a formaciones como ERC, PDeCAT, destroza a otras como Izquierda Unida o en su día UPyD e impide la gloria a las grandes en las provincias menos pobladas. Una suerte de acuerdo CDU-CSU pero en lugar de a la bávara, a la navarra. Que mola más. Me encuentro con la presidenta del PP de Navarra, Ana Beltrán, futura ministra si Casado es presidente y víctima de la maldad patológica del Gobierno batasuno-podemita de Navarra. Le retiraron la protección pública sin argumento alguno y allá que continúa ella dando la batalla por la libertad en Navarra aun a sabiendas de que las posibilidades de que le rompan la crisma se han multiplicado exponencialmente por culpa de la miseria de Uxue Barcos (sí, con ‘c’, que así se ha hecho apellidar su familia toda la vida). Ella, hija de un grande del mundo taurino, el empresario Arturo Beltrán, antepone los ideales al miedo escénico que debe provocar ser jefe de filas de una formación que detenta el triste récord de ser la que más víctimas mortales acumula a manos de ETA. Ahora no asesinan, cierto, pero te pueden mandar a la UVI en menos de lo que canta un gallo.
El arriba firmante aguarda antes de poner rumbo a Alsasua, donde entrevistará a Pablo Casado a 54 días vista de ese 28 de abril en el que España se juega mucho más que la identidad de la persona que la gobernará los próximos cuatro años. El último domingo del cuarto mes del decimonoveno año del siglo XXI está en disputa el ser o no ser de la segunda nación más antigua de Europa. Hablamos tal vez de las elecciones más importantes desde aquéllas de 1977 en las que votamos por primera vez tras 38 años de oscuridad. O desde ésas plebiscitarias de 1978 en las que nos regalamos esa Constitución que ha proporcionado el mayor periodo de estabilidad, prosperidad y paz de una historia que hasta entonces no era para presumir precisamente.
Llueve de manera tenue en Pamplona y a mares en la localidad de La Barranca, una de las zonas más importantes de España medioambientalmente hablando. Andía y Urbasa a un lado y Aralar a otro no son moco de pavo. Alsasua es la localidad en la que parábamos a comer cuando vivía de pequeño en Bilbao e íbamos o volvíamos de visitar a la familia en Pamplona. El pueblo en el que los hijos de Satanás de ETA crearon en 1978 esa otra serpiente llamada Herri Batasuna. Donde parieron a esa coalición que ponía en la diana a los “enemigos del pueblo vasco” para que los otros culminasen el macabro trabajo de disparar a bocajarro. El camino me resulta familiar por otra inevitable razón: parte de mi familia procede de aquí.
Nuestro vehículo, el de Casado, el de Ana Beltrán y el de los escoltas recorren en medio de una lluvia infernal los 50 kilómetros que separan Pamplona de Alsasua. Lo que más me llama la atención es que, gracias a esa calamidad independentista llamada Uxue Barcos (sí, con ‘c’), todos los carteles figuran en vascuence. El español ni está ni se le espera en las señalizaciones viarias. Cualquier camionero que venga de Albacete, Sevilla o Coruña cuenta con todos los boletos para perderse porque la toponimia en euskera es un auténtico trabalenguas para cualquier forastero. Cosas de un Estado idiota que, como acertadamente apostilla Pablo Casado, “se ha ido ya de demasiadas partes de España”. Pasamos por Echarri-Aranaz acordándonos de la familia Ulayar, santo y seña de la dignidad y la decencia, ejemplo para cualquier demócrata de bien. Asesinaron a su padre pero ellos decidieron quedarse en su pueblo aun a sabiendas de que iba a ser un vía crucis. Les han matado, les han pegado, les insultan a diario, les escupen, pero allí continúan ellos impasibles al ademán cuarenta años después.
La comitiva emboca el centro de Alsasua. Ha despejado pero la calle principal se asemeja más a un pueblo del Lejano Oeste que a uno de 7.000 habitantes. Prácticamente ni un alma por la calle. Damos la vuelta y enfilamos al lugar que el presidente del PP y yo hemos elegido para nuestro cara a cara: el bar Koxka. Un nombre que quizá no les diga nada de primeras pero que les dirá todo cuando les recuerde que fue el escenario de la brutal paliza al teniente de la Guardia Civil Óscar Arenas, el cabo Álvaro Cano y sus respectivas parejas. El hombre que más posibilidades tiene en estos momentos de ser el próximo presidente del Gobierno accedió encantado de la vida cuando le propuse convertir nuestro tête-à-tête en un homenaje no sólo a los dos héroes de España sino a todos las personas de verde que, jornada a jornada, con una profesionalidad encomiable, defienden la libertad y la democracia en un pueblo del que el Estado se desentendió hace 30 años.
Tres agentes del Cuerpo fundado hace 174 años por el navarro Javier Girón merodean por los alrededores por si las moscas. Descendemos de nuestros vehículos y los caretos de los alsasuarras son todo un poema en la calle García Ximénez. Una anécdota comparada con los rostros de personal y clientes del Koxka cuando franqueamos la puerta y el candidato y yo nos sentamos, pedimos dos botellas de agua y nos ponemos a hacer la entrevista rodeados de las cámaras que portan Quique Falcón y Paco Toledo. Es como si hubieran aparecido unos extraterrestres de color verde o azul. Alucinan. Ni los malos ni los buenos se creen lo que está sucediendo: el presidente del PP y el periodista navarro más odiado por el mundo etarra conversan tranquilamente en el punto exacto en el que Arenas y Cano fueron triturados a puñetazos y puntapiés por una manada de cobardes desalmados. La entrevista sigue su curso. Eso sí: el sonido de la música de fondo, el concierto de Los Secretos en Las Ventas, sube varios decibelios con la obvia intención de frustrar nuestro trabajo. El volumen aumenta de tal manera que cualquiera diría que estamos en el escenario al lado del mismísimo Álvaro Urquijo. A pesar de que el equipo de seguridad no pierde ripio, no puedo evitar mirar de vez en cuando de reojo, temeroso de que alguno de los piojosos batasunos me endilgue un puñetazo a traición. Mi interlocutor lo tiene mejor porque desde su silla divisa todo el local.
Pasados unos minutos, superada la incredulidad inicial, empieza a irrumpir una decena de individuos con el sello inconfundible de cualquier batasuno que se precie: desaliño indumentario, aros en los dos lóbulos y camisetas ad hoc. Basura humana que lleva la maldad escrita en la cara. La catarata de insultos no se hace esperar:
—Hijos de puta, txakurras (perros), fascistas, cabrones—. Los oídos de mi pobre madre, oriunda de la zona, de familia peneuvista y con más apellidos autóctonos que la mayoría de esos desgraciados, deben reventar a 400 kilómetros de distancia.
En Alsasua hay muchos malos pero también muchos buenos. Mismamente, dos señoras que salen del local y, sin cortarse un pelo, en alta voz, se dirigen a nosotros de manera inequívoca y una sonrisa por bandera:
—Señor Casado, señor Inda, ¡que pasen un buen día!—. Sus maridos les reprueban con la mirada tamaña generosidad dialéctica en una localidad en la que es mejor callar si eres constitucionalista. No ser independentista, proetarra o peneuvista y explicitarlo es el camino más corto a una paliza o a la muerte civil.
Imposible pedir más. Como imposible es reclamar valentía a otras personas que, por lo bajini, antes y después, se aproximan y, como quien no quiere la cosa, nos espetan:
—Ánimo—.
—Enhorabuena—.
—Gracias por venir aquí—.
—¡Suerte!—.
Finiquitada la entrevista, cuando pensábamos que nuestros peores temores habían quedado despejados, entra en el Koxka un tirillas histérico, malencarado y con cara de pocos amigos. Es Josu Muñoa, el propietario. Empieza a gritar fuera de sí, con el odio escrito en la cara:
—¿Quién es el responsable de esto?—.
Como a los locos o a los niños, nadie le hace ni caso. Hasta que se fija en mí y me pide explicaciones:
—¿Por qué has hecho la entrevista sin mi permiso?—, me dispara verbalmente.
—Porque nadie nos lo ha prohibido y porque éste es un local público—, aclaro con calma tibetana al sujeto que primero confirmó la paliza a los guardias civiles y luego, en el juicio, se desdijo asegurando que “no se había enterado de nada”. Este modélico ciudadano olvida que su taberna tiene poco más de 35 metros cuadrados. Vamos, que no es un Corte Inglés o un Carrefour. En fin, que se dio cuenta de todo.
Muñoa acude a la puerta y baja la persiana cuando se cerciora de que ha salido todo quisqui. Nos deja encerrados a Pablo Casado, María Pelayo, Isabel Benjumea, Carlos Cuesta, nuestros cámaras, los escoltas y yo. Casi 10 minutos que se nos hacen eternos. Mientras tanto, descubrimos que al otro lado de las rejas, en la vía pública, empieza a llegar gente malencarada con las pintas habituales de los proetarras. Muñoa se niega a abrirnos. Hasta que uno de mis guardaespaldas le recuerda que está cometiendo “un delito de retención ilegal”. Como quiera que le toma por el pito del sereno, tomo el testigo expeditivamente:
—¡Esto no es una cárcel ni un zulo, o nos abres inmediatamente o llamo a la Guardia Civil!—. La palabra mágica, “Guardia Civil”, lleva al pájaro a darle, de mala gana, a la llavecita que levanta la persiana metálica. Salimos precipitadamente y observamos que en esos 10 minutos se han congregado en el perímetro del Koxka y alrededores unos 25 proetarras. Algunos de ellos menores de edad con el claro objetivo de que si nos dan una tunda no puedan acabar en prisión. Las miradas de odio infinito son el común denominador. Media hora más encerrados allí y tal vez no lo hubiéramos contado. Nos graban con los móviles y nosotros nos defendemos haciendo lo propio. Nos subimos a los coches, saludo desde la ventanilla a dos ciudadanos que me han felicitado segundos antes y circulamos hasta la entrada de Alsasua. Nos bajamos de nuevo y nos despedimos de nuestros tres ángeles de la guarda. El agradecimiento de este Adolfo Suárez posmoderno, que confía que el 28-A le quieran menos y le voten más, es indiscutiblemente más marcial que el mío:
—Muchísimas gracias ¡y viva la Guardia Civil!—.
Protegidos por un Land Cruiser de los GAR, ponemos rumbo a Pamplona. Nos vamos pero mucha gente buena se queda en este Vietnam navarro, en un territorio comanche en el que lo normal es lo anormal, en el que lo moral es lo amoral. El mundo al revés. Lo nuestro ha sido relativamente fácil: hemos arribado de improviso y con armarios empotrados custodiándonos. Duro es ser concejal de UPN, como Javier López. O constitucionalista. O guardia civil. No puedo evitar acordarme de todos ellos en la media hora larga que tardamos hasta la ciudad que me vio nacer. Siempre contarán con mi respeto, mi apoyo y mi admiración. El desprecio lo reservo para quienes, como el peneuvista de apellido maketo, Aitor Esteban, o la Barcos que se dice “Barkos”, nos acusan de ir “a provocar”. Provocar es defender, amparar o relativizar el mal absoluto que representan ETA y sus mariachis. Moverte libremente por territorio nacional no es una provocación, es un derecho.
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