Pase que nos obliguen a trabajar unos seis meses al año para nutrir los bolsillos de las insaciables haciendas. Pase que sufraguemos un ejército de asesores, tiralevitas, amiguetes, enchufados, pelotas oficiales de los que mandan y demás apesebrados de las distintas administraciones, cuya labor no añade valor alguno a la economía nacional.
Pase que vivamos sujetos a un régimen de terror fiscal en virtud del cual el contribuyente de a pie es culpable, mientras no demuestre lo contrario, y la Agencia Tributaria lo persigue con saña, entre otras razones porque sus inspectores cobran bonus dependientes del dinero supuestamente defraudado que afloran y saben que sacar a la luz el gran fraude es mucho más difícil que acosar a quien carece de medios para discutir sus actas en los tribunales.
Nos resignamos a estar en este mundo para tirar de un carro cargado de creciente peso muerto. Pero ¿pagar las facturas de un gobierno declarado en abierta rebeldía? ¿Abonar el importe de los lazos amarillos, las pancartas insultantes, la cartelería provocadora y las oficinas abiertas en el extranjero con el único fin de difundir propaganda sediciosa? ¿Hacer frente a la nómina de una televisión autonómica dedicada en exclusiva a la emisión de mensajes independentistas y campañas orquestadas contra cualquiera que se atreva a plantar cara al golpismo? Eso es demasiado incluso para el más paciente sufridor de agravios acostumbrado a tragar.
La Generalitat de Cataluña lleva cerca de una década en quiebra. Tiene cerrado el grifo privado del crédito por carecer de la mínima solvencia exigible a un acreedor. Sus arcas crían telarañas, cada vez más solitarias a medida que huyen de esa comunidad las empresas, y únicamente la solidaridad del conjunto de los españoles, materializada a través del FLA en una cifra superior a los setenta mil millones de euros, le permite mantener, mal que bien, los servicios públicos que son de su competencia.
Entre estos figura la seguridad, presuntamente garantizada por los mozos de escuadra, que, a diferencia de otros funcionarios, cobran directamente del Ministerio del Interior. Y aquí radica una de las mayores injusticias inherentes a la situación demencial provocada por la dejación de funciones de los sucesivos gobiernos.
Estos agentes perciben, de media, 800 euros mensuales más que un guardia civil o un policía nacional. ¿Se los ganan? ¡Todo lo contrario! ¿Quiénes estuvieron en la calle combatiendo la intentona del 1-O? ¿Quiénes recabaron las pruebas que obran en poder del Tribunal Supremo y prestaron testimonios impagables para la Fiscalía defensora de la Ley? ¿Quiénes sufrieron en sus carnes la ira de una turba violenta, azuzada por los caudillos separatistas para doblar el brazo al Estado de Derecho?
Miembros de la Guardia Civil y la Policía. Los mozos no hicieron acto de presencia, se mostraron pasivos o colaboraron abiertamente con los rebeldes. Pese a lo cual, siguen gozando de privilegios que, a la luz de esos hechos, constituyen una infamia democrática.
No podemos dar por bueno lo inaceptable. No debemos ceder al desistimiento que buscan quienes tiran y tiran de la cuerda en el empeño de aburrirnos. Menos aún asumir el discurso apaciguador y cobarde, según el cual lo mejor es seguir alimentando al monstruo.
Ya que no se nos permite declararnos objetores fiscales para evitar contribuir a esta farsa ultrajante, alcemos al menos la voz y digamos alto y claro en las urnas: con mi dinero no se escupe a España.
Isabel San Sebastián ( ABC )
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