viernes, 10 de noviembre de 2017

El mundo no necesita otra república atea


El mundo no necesita otra república atea

Por Gerald Warner
Artículo publicado originalmente en inglés en Catholic Herald / Traducido por Elentir
El nacionalismo catalán es la última causa de moda. Pero su historia es de derramamiento de sangre, avaricia y anticlericalismo.
La crisis sobre las aspiraciones separatistas en Cataluña plantea un serio desafío para la Iglesia católica, que desde el principio ha estado intrincadamente involucrada en la historia de la identidad catalana y se enfrenta a un dilema profundamente divisivo al enfrentar este problema insoluble.
Históricamente, la pretensión de Cataluña de ser una nación soberana es dudosa. Alguna vez fue parte de un mini-imperio en el este de España que incluía Baleares, pero el principado de Cataluña era solo una parte constitutiva de la Corona de Aragón. La última dinastía catalana desapareció en 1410 cuando Martín de Aragón se enfermó después de haberse comido un ganso entero y luego, según la leyenda, murió literalmente al reírse de una broma que su bufón de la corte le contó. Cuando Fernando de Aragón se casó con Isabel de Castilla y fundó el reino que se convertiría en la España moderna, Cataluña comenzó a declinar en importancia.
Durante la Guerra de Sucesión española, Cataluña cometió el error de respaldar al derrotado pretendiente de los Habsburgo al trono y fue castigada por el victorioso rey Borbón Felipe V con la pérdida de sus privilegios regionales en 1714. El nacionalismo catalán moderno creció a principios del siglo XX y provocó que los catalanes se pusieran del lado de la Segunda República atea en la Guerra Civil Española. Lluís Companys, el presidente separatista de la Generalitat, presidió una variopinta variedad de fanáticos trotskistas, anarquistas y comunistas que asesinaron a 8.352 catalanes bajo los auspicios de un gobierno que se suponía que los protegería.
Después de la victoria del general Franco en 1939, como Felipe V, él castigó a los catalanes al prohibir su lengua y su cultura. Esa política fue inevitablemente contraproducente y, en la atmósfera anárquica que siguió al Concilio Vaticano II, el clero catalán hizo causa común con los izquierdistas e incluso los comunistas contra el gobierno de Franco que había salvado el catolicismo en España. La Iglesia resultó ser un caballo de Troya útil para la izquierda. Las ideas “progresistas” se extendieron y las iglesias se vaciaron.
La Iglesia, aparte de en términos culturales, ahora tiene poca influencia en una región que podría describirse como instintivamente secularizada. Barcelona, ​​una gran ciudad comercial, ha estado tradicionalmente más interesada en Mammon que en Dios. En 1980, solo el 33,8% de la población de Cataluña eran católicos practicantes, en comparación con el 51,4% en toda España. En 1994, esa cifra había disminuido al 24%, en comparación con el 39,2% a nivel nacional. En 2007, solo el 18,7%de los catalanes practicaban el catolicismo, mientras que la cifra nacional era del 36,3%.
El clero catalán ha estado en conflicto durante mucho tiempo con la Conferencia Episcopal Española, exigiendo su propia conferencia episcopal catalana. La conferencia episcopal ha proclamado la legitimidad de la postura del Estado español contra los movimientos independentistas unilaterales, limitando la autodeterminación a casos de colonialismo o invasión.
Hace una década el cardenal Antonio Cañizares, Arzobispo de Toledo y Primado de España, definió la unidad de España como “un bien moral de protección obligatoria” en la doctrina católica, y ese principio sigue siendo invocado por las autoridades de la Iglesia fuera de Cataluña.
La reciente crisis provocada por el oportunista presidente catalán Carles Puigdemont solo puede exacerbar las divisiones dentro de la Iglesia. A medida que se iban desvelando sus planes, una de las tácticas del gobierno separatista fue pedirle al arzobispo de Barcelona, ​​el cardenal Juan José Omella, y al abad Josep Maria Soler de Montserrat que actuaran como mediadores. Dado que el monasterio de Montserrat ha sido un centro de descontento separatista desde la década de 1960, y hace tres años Roma tuvo que contradecir la afirmación del Abad Soler de que la Santa Sede reconocería un eventual estado catalán, su mediación difícilmente podría considerarse imparcial.
Podemos estar seguros de que, en el referéndum ilegal, todos los separatistas de Cataluña se decidieron a votar. Pero la participación fue solo del 43%, de la cual el 90% votó a favor de la independencia. Eso equivale a solo el 38,7% del electorado, un nivel de apoyo aún más bajo que en el referéndum de independencia de Escocia. Sin embargo, Puigdemont aprovechó el resultado del referéndum para declarar la independencia total, antes de huir a Bélgica cuando fue amenazado con el arresto.
El gobierno central manejó mal el desafío del referéndum enviando a la policía para bloquear los colegios electorales en lugar de ignorar esta farsa como inválida. Ahora ha invocado el artículo 155 de la Constitución para suspender el gobierno autónomo catalán. El primer ministro Rajoy ha prometido celebrar elecciones en diciembre, rectamente confiado en una mayoría antiindependentista del electorado catalán, pero para que eso prevalezca, Madrid debe abstenerse de nuevas provocaciones.
En medio de la confusión creada por la grandilocuencia de Puigdemont, un evento planificado el 21 de octubre proporcionó un recordatorio a los católicos de las peligrosas pasiones históricamente desatadas por la obsesión separatista catalana. En la mundialmente famosa basílica de la Sagrada Familia, se celebró una ceremonia de beatificación de 109 mártires del Terror Rojo en Cataluña, extraídos solo de la orden claretiana. Hoy la Iglesia misma está escandalosamente escindida por esta distracción divisiva y autoindulgente.

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