domingo, 23 de abril de 2017

La verdad sobre el caso de Ignacio González

 
Como en la obra de Mendoza, la intrahistoria de una época dice más que la historia
Francisco Granados, Ignacio González y Esperanza Aguirre
Francisco Granados, Ignacio González y Esperanza Aguirre - EFE
                                            
Ignacio González González (Madrid, 1960), «Nacho» para la «jefa» y media Comunidad, hace días que colgó los trajes de alpaca ajustados como un guante y ya no lleva tantas pulseras. Ni invita a comer a los periodistas en la Puerta del Sol para conocer de primera mano qué se trajina en los medios. No los convida porque ya no tiene a su disposición (Rajoy le dejó sin él en abril de 2015) el magnífico salón crema de la Puerta del Sol que heredó sin pasar por las urnas de Esperanza Aguirre, la jefa que a su vez lo recibió de Alberto Ruiz-Gallardón. Nacho ya no lleva traje porque ya no le llega la camisa al cuello. Curioso: sus viejos enemigos, salvo Rajoy, o están muertos políticamente, como Alberto, Cobo o Prada, o entre rejas, como Paco Granados, o a punto de estarlo, Rodrigo Rato.
El reguero de víctimas da para una novela de Le Carré. Pero él, se malicia, sellará el más inquietante de los finales que lleva la firma, tal y como reconoce en sus llamadas intervenidas judicialmente, de Cristina Cifuentes. Eso, mejor que reconocer que es autor de los delitos que le atribuye el juez Eloy Velasco: organización criminal, malversación de fondos públicos, fraude en la contratación, prevaricación, falsedad documental y blanquero de capitales.
Lo de la camisa viene porque un amigo suyo, el presidente del periódico «La Razón», Mauricio Casals, le ha contado (y él a su vez se lo relata con inquietud a su amigo Eduardo Zaplana en una conversación que pinchan los investigadores), que una magistrada amiga de la casa les ha alertado de que la UCO se acerca. Ya lo sabe su familia: su mujer Lourdes Cavero, que también siente el aliento de la justIcia, sus hijas Lourdes y Patricia, su anciano padre con problemas de salud a cuestas y, claro, su hermano Pablo, su cuñado Juan José y su amigo, de los mejores porque siempre estuvo a su lado, Edmundo Rodríguez Sobrino. Quién da más: Edmundo le ha llevado los negocios del Canal de Isabel II en Latinoamérica y, además, se sienta en el consejo de un periódico, el mismo donde Ignacio encontró una mano tendida en forma de columna semanal cuando Rajoy le expulsó del paraíso y colocó a Cristina.
Mira que él hizo todo lo posible para que en época de la jefa, Cifuentes no pasara de vicepresidenta de la Asamblea de Madrid pero en Génova la nombran delegada del Gobierno y a partir de ahí, cree, no ha hecho otra cosa que intentar quitarle el puesto. Fueron amigos. Bueno, como Esperanza de Gallardón, y mira ahora. Porque en el PP pasan estas cosas: los idilios políticos terminan con el intercambio de padrinos.
Edmundo reúne las dos sustancias de las que está formado un hombre en el diccionario particular de González. Poder económico y e influencia mediática. Camino de Soto del Real en la noche fresquita del pasado viernes, tiene que venirle a la memoria esa llamada que le hace Esperanza a finales de 2003, cuando el todavía por esclarecer «tamayazo» le ofrece una segunda oportunidad de ser presidenta de la Comunidad.

Todo el poder para Nacho

Lo nombra vicepresidente y le da todo el poder. Sobre todo el mediático, otorgándole la facultad de buscar y nombrar a su equipo de comunicación. Corren los últimos meses de 2003 y Gallardón se ha ido al Ayuntamiento por mandato de Aznar. Sus inocultables dudas sobre el turbio origen del tamayazo (el abandono inopinado de dos diputados socialistas que impidiero que Rafael Simancas fuera investido presidente de la Comunidad) han enfadado mucho a la jefa. Ella lo cuenta en su libro «La presidenta». Nunca se lo perdonará a Gallardón. Por eso, el primer objetivo es acabar políticamente con el alcalde de Madrid y, de paso, con su inocultable ambición por llegar a La Moncloa.
A la vuelta del año, la atrocidad del 11-M, la pérdida del poder por parte del PP y la caída a los infiernos de Rajoy abren un luminoso camino para el todo poderoso «Chino», como le apelan sus enemigos a causa del mechón blanco de su cabello: si a Gallardón se le abate y Rajoy es ya un perdedor solo queda ella, la lideresa, para arreglar el PP de los «maricomplejines», apelativo acuñado por Federico Jiménez Losantos, muy crítico también con la tibieza política de Rajoy.
Aunque la torpe gestión de Aznar y Acebes en las jornadas posteriores al atentado de los trenes de Atocha y la torticera utilización por la izquierda de esos fallos, manda a la oposición al PP, un potente eje mediático, en el que también se incluye Pedro J. Ramírez, responsabiliza políticamente a Rajoy de aquella debacle política y alienta una teoría conspiratoria de la mano negra de ETA en la matanza de 192 inocentes. Esperanza e Ignacio tonifican así el que será su principal objetivo político: mandar a negro al actual presidente, señalándole como el responsable de que esa verdad alternativa, hoy la llamaríamos postverdad, no se abra paso. Frente a ellos, medios como ABC defienden la verdad judicial que condena al yihadismo como autor de la masacre y que, al cabo de 13 años, nadie ha podido desmontar.
Pero ahí comprueba González lo importante que es el poder mediático. A la Comunidad no la iba a conocer a la vuelta de los años ni la madre que la parió. Parafraseando el poema que nunca escribió Brecht y muchos se lo adjudican, un anterior cargo del PP madrileño relata así el desembarco del poder aguirrista: «Vinieron a por Pío (García-Escudero, expresidente del PP de Madrid al que Aguirre destronó), y yo no hablé porque no era de Pío; vinieron a por la Cámara de Comercio, y yo no hablé porque no era de la Cámara; vinieron a por Ifema, y yo no hablé porque no era de Ifema; vinieron a por Telemadrid, y yo no hablé porque no era de Telemadrid; vinieron a por Caja Madrid y yo no hablé porque no era de la Caja; vinieron a por Rajoy, y yo no hablé porque no era de Rajoy…»
Como un calcetín todo fue dado la vuelta. A veces con razón, otras con el único objetivo de marcar territorio conviertiendo al PP de Madrid, en un PP dentro del PP, en el contrapoder del «marianismo». A muchos empresarios fue fácil domeñarlos: el presupuesto y las comisiones, según defiende en su investigación el juez Velasco, tenían la última palabra. Por eso, en torno a la patronal madrileña y a sus directivos Arturo Fernández y Gerardo Díaz Ferrán, hoy en prisión, se formó una tupida red de intereses vinculadas al imperio de la Puerta del Sol. Entretanto, algunos informadores fueron marcados por la «letra escarlata», so pretexto de ser «gallardonistas» o, responsables de un pecado de «lesa fe aguirrista»: no atizar sin piedad a Rajoy, un «traidor» a ojos de «liberalismo» de la expresidenta. Pero para esos díscolos periodistas siempre había preparada una medicina infalible: el veto profesional en Telemadrid, cadena a la que la conjunción del control político y la parálisis sindical acabaron por convertir en casi un canal marginal.
Esa etapa de espías, presiones a los medios y reproches a los jueces no adscritos -hoy mojada por las lágrimas de Aguirre- ofreció matices sorprendentes. Cuando Ignacio González se postuló para presidir Caja Madrid, contra la opinión de Rajoy que colocó a Rato, el dirigente madrileño tuvo de su parte sorprendentemente a un socialista: Tomás Gómez. Un diputado del PP lo explica así: «Los enemigos nunca fueron los socialistas ni la izquierda, los enemigos éramos nosotros». Los del PP.


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