miércoles, 25 de noviembre de 2015

Vuelve el "No a la Guerra"

El manifiesto de los actores contra la guerra es como las bombillas navideñas en las calles: hasta que no se encienden, no empieza la fiesta. ¿Qué guerra, dices? ¿Y tú me lo preguntas? Tú pon la poesía –o el Imagine de John Lennon– , que los cómicos pondrán la guerra, como William Randolph Hearst en Cuba 1898. El diario El País lleva una semana intentando hundir el acorazado Mariano Maine con titulares inasequibles al desmentido sobre el envío de tropas españolas a Mali.
Tiene que haber guerra, y la habrá, para la campaña electoral. Da igual que el presidente Rajoy no vaya a mover un dedo para descolgar el teléfono rojo, antes de las elecciones del próximo 20 de diciembre. El candidato del PP dejó claro este martes que, como jefe del Gobierno, no enviará un solo soldado sin contar con el acuerdo de los demás partidos.

El presidente Zapatero obligó por ley a los gobiernos a consultar al Congreso las misiones militares en el extranjero. Rajoy da un paso más en el escaqueo, entregando la responsabilidad de la Defensa a la opinión pública y los partidos. Lo que era bueno entonces, ahora es malo. Lo que representaba un avance democrático, ahora es inoperancia frente a la amenaza terrorista. Los pacifistas quieren su guerra, y la quieren ya.

En estas coordenadas de desistimiento, no tiene nada de extraño que la demagogia pacifista funcione como un eficaz marco de disuasión en vísperas de una campaña electoral.

Equiparar los ataques terroristas de París y el bombardeo de las posiciones del Estado Islámico en Siria en el mismo plano de abyección es una de las dos consignas de
la proclama.

La otra, igualmente habitual en el género, es explicar el terrorismo como una respuesta a un orden mundial injusto causado por la codicia del capitalismo global y negar a Occidente la legitimidad de defenderse hasta que repare sus crímenes.

Esa vieja “argucia escatológica, que subordina toda política de Defensa al advenimiento previo de un universo perfecto, autoriza tranquilamente a esperar hasta el fin del mundo”, apunta Revel en
La obsesión antiamericana.
En una democracia más vigorosa y consciente de lo que cuesta preservar la libertad, este tipo de manifiestos tendrían la resonancia hilarante de una liga de virtudes, como aquellas que, durante la ley seca en los Estados Unidos, formaban algunas esposas para advertir a sus maridos de que no volverían a besarlos si probaban una gota de whisky.

Sin embargo, aquí, el manifiesto de los cómicos y su
delirante doctrina consigue marcar el terreno de juego de la campaña electoral, inspira iniciativas como el consejo de la paz que Podemos convoca como alternativa al pacto anti yihadista de Rajoy, y congela cualquier iniciativa de España para ayudar a sus aliados y defenderse del terrorismo.

Para que la izquierda tenga alguna posibilidad de zarpazo en las elecciones, la calle tiene que volver a agitarse por algo, como en las tumultuosas jornadas que siguieron a los atentados del 11-M.

Tampoco había guerra en 2004. España no envió ni un soldado a derrocar a Sadam Husein y, sin embargo, el ‘No a la guerra’ ganó las elecciones. La primera decisión del presidente Zapatero fue retirar las tropas que participaban en la reconstrucción de Iraq y dejar tirada a la coalición internacional. Uno nunca se repone de sus propios actos, escribió Chesterton. España no se ha repuesto ante el mundo de aquella huida ratonera cabalgando en una mentira.

La realidad nunca ha sido un obstáculo para los demagogos. Para que la izquierda tenga un partido que jugar el 20-D, tiene que haber guerra, y habrá guerra, aunque la pongan los comediantes.–
V. Gago
[Con información de Actuall, El País, ElDiario.es, Europa Press y El Economista]

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