Hoy, en Cataluña, se toman como realidades multiseculares toda una serie de hechos que en realidad se han incorporado al imaginario catalanista sólo muy recientemente. Por el contrario, tradiciones muy arraigadas durante siglos, como las fiestas taurinas, son tomadas como elementos extraños. El propio catalanismo, con apenas un siglo de historia, pretende encarnar el alma de una Cataluña casi milenaria, reconfigurando no sólo la historia de Cataluña sino la del propio catalanismo.
Dos antiguos militantes del grupo terrorista e independentista Terra Lliure, Oriol Malló y Alfons Martí, escribían hace años un potente alegato anticatalanista titulado En tierra de fariseos. La obra, muy peculiar, denunciaba entre otras cosas el descaro del catalanismo al tergiversar la historia:
El catalanismo inventa Cataluña y cree sus mentiras a pies juntillas. Todo lo que se oponga al envoltorio virtual, fantasmagórico, que absorbe las almas, las historias y los entornos del catalán concreto debe desaparecer.
Con otras palabras, y evidentemente con otra intención, coinciden con una expresión de Torras i Bages –el llamado Patriarca de Cataluña, por su influencia y ascendencia espiritual– cuando avisaba del peligro de construir una “Cataluña de papel”. Se refería Torras i Bages a los intentos de erigir una Cataluña moderna desarraigada de su tradición, de su historia real y de su herencia espiritual, que a nada podían llevar, sino a extinguir la verdadera Cataluña. De hecho, el nacionalismo moderno pretende dotar al catalán de una identidad que nada tiene que ver con la identidad de los hombres que ocuparon estas tierras durante siglos. Peor aún, se puede sospechar que el innegable triunfo actual del catalanismo, más que reafirmar una identidad cultural, ha provocado un vaciamiento identitario, sólo sustituido por cuatro elementos simbólicos, tres agravios históricos y altas dosis de sentimentalismo.
En la obra mencionada, En tierra de fariseos, Oriol Malló y Alfons Martí sentenciaban con toda rotundidad:
El catalanismo ha conseguido su mayor éxito: convertir Cataluña en un desierto de almas. No quedan tenderos, republicanos, burgueses ni obreros. Casi tampoco católicos de comunión diaria. Todos somos clase media, champiñones de una nueva especie cultivada en el estercolero de la posguerra. Sólo sabemos que fuimos víctimas de Franco, que somos los buenos, y nos basta. Aunque nada sea verdad.
Tremendas palabras, en la medida que se acercan a la realidad. Cuanto más se alzan las voces reclamando la identidad cultural de Cataluña, más fácil es detectar la vacuidad identitaria y espiritual que reina en la actual sociedad catalana.
[…]
El doctor Francisco Canals, que fuera catedrático de Metafísica en la Universidad de Barcelona, catalán de raigambre y un profundo estudioso del catalanismo, lo caracterizaba de la siguiente forma:
El nacionalismo es al amor patrio lo que es un egoísmo desordenado en lo afectivo, y pretendidamente autojustificado por una falsa filosofía, a aquel recto amor de sí mismo que se presupone incluso en el deseo de felicidad (…) El nacionalismo, amor desordenado y soberbio de la nación, que se apoya con frecuencia en una proyección ficticia de su vida y de su historia, tiende a suplantar la tradición religiosa auténtica, y a sustituirla por una mentalidad que conduce por su propio dinamismo a unaidolatría inmanentista.
Esta autoidolatría a través de la proyección en el colectivo esconde muchos resortes psíquicos. El psicólogo norteamericano Oliver Brachfeld, en una obra titulada Los sentimientos de inferioridad, plantea la cuestión de los sentimientos de superioridad e inferioridad en los pueblos pequeños. Entre varios casos, hace alusión al catalanismo político como “un complicado pero en el fondo sencillo fenómeno socio-económico-psicológico, cuyo motor anímico era el resentimiento, engendrado por un violento complejo de inferioridad-superioridad”. Ciertamente, el espíritu catalanista (…) ha tenido que debatirse entre el sentimiento de superioridad sobre los otros pueblos hispanos y la queja constante de estar oprimidos.
¿Cómo resolver la contradicción entre la idea de ser superiores y la afirmación de que los inferiores os han dominado durante siglos? Difícil solución tiene la aporía.
En todo resentimiento se esconde un desprecio hacia lo que uno mismo es. El poeta catalán decimonónico Joaquín Bartrina, en una famosa poesía, escribía:
Oyendo hablar un hombre, fácil es
saber dónde vio la luz del sol.
Si alaba Inglaterra, será inglés.
Si os habla mal de Prusia, es un francés
y si habla mal de España… es español.
Por eso, en los habituales desprecios del catalanismo hacia lo español es donde mejor se demuestra la españolidad de nuestros nacionalismos.
(…)
Durante mucho tiempo, en la Cataluña rural se vio en el catalanismo una especie de extravagancia de “los de Barcelona”, especialmente de algunos burgueses. De hecho, no podría entenderse el catalanismo sin la voluntad de la burguesía catalana de acoger esta nueva ideología. Una ideología que ha sobrevivido a la conservadora burguesía catalana para acabar arraigando en los elementos más izquierdistas de Cataluña. Hoy, no deja de ser divertido contemplar cómo una ideología que arrancó de los elementos más conservadores de la sociedad catalana es defendida a ultranza por la izquierda.
El mito del corazón de Maciá y el suicidio de Xirinachs
Una anécdota histórica, no muy conocida, ilustra perfectamente lo que el nacionalismo es, respecto de su tratamiento de la historia. Corrían las últimas semanas de la Guerra Civil y todos los republicanos preparaban su huida de Barcelona. Tarradellas, en esos tiempos de incertidumbre, mandó a un funcionario al cementerio para recoger el corazón de Macià. Cuando falleció el primer presidente de la Generalitat republicana, en una extraña ceremonia de carácter masónico, se decidió preservar su corazón en una urna que se depositó en la misma tumba. Tarradellas, en un arrebato patriótico, decidió llevarse al exilio la urna con el corazón de Macià y enterrar el cuerpo en otra tumba para que no fuera profanado por las fuerzas nacionales. Durante el exilio, la urna y su custodia dieron lugar a todo tipo de anécdotas que acabaron felizmente. Regresado Tarradellas a Cataluña, decidió realizar protocolariamente la entrega del corazón de Macià a su familia el 10 de octubre de 1979. El acto se celebró en el Palacio de la Generalitat, y luego los familiares y Tarradellas, en privado, se dirigieron al cementerio. Lo que ya no se suele contar es la sorpresa que se llevaron al depositar de nuevo la urna.
Resulta que ahí ya había otra con un corazón. El caso es que el funcionario que había enviado Tarradellas en 1939, posiblemente con las prisas, prefirió ir a buscar otro corazón más asequible y colarle un gol al político republicano. Así, Tarradellas estuvo cuarenta años paseando un corazón por Europa, como custodiando la quintaesencia de Cataluña, que ni siquiera era el de Macià. En esta anécdota, como en el propio nacionalismo, la ilusión sustituye la realidad. Cuando la clase política actual, bastante deprimente, habla de Cataluña, uno tiene la sensación de que nada tiene que ver con la Cataluña real.
Entre las figuras trágicas del catalanismo reciente, y no hay pocas, destaca una: la de Luis María Xirinachs i Damians. Era un escolapio de familia franquista que acabó rebelándose contra la jerarquía eclesial. Sustituyó su entusiasmo religioso juvenil por un arrebato antifranquista que le llevó a prisión. Con la transición, en 1977 y gracias a su fama, logró ser elegido senador por Barcelona. Luego se aproximó al independentismo revolucionario y en 1980 encabezó la candidatura al Parlamento de Cataluña del Bloc d’Esquerra d’Alliberament Nacional (BEAN), embrión de grupos revolucionarios separatistas. En sus últimos años, olvidado por la clase política y por la Cataluña que pretendía liberar, inició una acampada ante el Palacio de la Generalitat. Cual nuevo Gandhi, pretendía así conseguir la independencia, aunque simplemente constituyó un elemento pintoresco en la plaza de San Jaime. En 2007, presa de una enfermedad y absolutamente desencantado con la clase política catalanista, preparó su suicidio. Dejó una breve nota, titulada “Acto de Soberanía”. El texto es estremecedor, en la medida en que denota el trance psicológico del personaje, y dice así:
He vivido esclavo 75 años en unos Países Catalanes ocupados por España, por Francia (y por Italia) desde hace siglos. He vivido luchando contra esta esclavitud todos los años de mi vida. Una nación esclava, como un individuo esclavo, es una vergüenza para la humanidad y el universo. Pero una nación nunca será libre si sus hijos no quieren arriesgar su vida en su liberación y defensa. Amigos, aceptadme este final absolutamente victorioso de mi contienda, para contrapesar la cobardía de nuestros líderes, masificadores del pueblo. Hoy mi nación deviene soberana absoluta en mí. Ellos han perdido un esclavo. ¡Ella es un poco más libre porque yo estoy en vosotros, amigos!
La identificación entre la nación y el propio yo, entre las ofuscaciones personales y las colectivas, entre la liberación y la autoeliminación, no deja de ser sintomática de la situación actual. Aquellos que se lanzan a la liberación de Cataluña, posiblemente quieran, sin saberlo, liberarla de sí misma, de lo que fue y de lo que debería ser. Por eso, con la hipotética independencia de Cataluña se produciría algo que sería muy difícil de entender para sus artífices: la muerte de Cataluña.
Un toro, un burro y el motivo de este libro
Corrían los años noventa del siglo XX. Poco a poco, en Cataluña, especialmente en Barcelona, se puso de moda colocar una pegatina del famoso toro de Osborne en la parte trasera del coche. Este distintivo era especialmente llamativo en los taxis por estar colocado sobre fondo amarillo. Esta costumbre, en principio nada politizada y absolutamente espontánea, fue tomada como un agravio simbólico por parte de ciertos elementos nacionalistas. Un empresario gerundense, del Pla de l’Estany, ideó un contraataque lanzando la campaña Planta’t el Burro (colócate el burro). Se trataba de difundir una pegatina del dibujo de un burro autóctono, el burro catalán, que debía representar el espíritu de esfuerzo, constancia y abnegación de los catalanes. Así se contrapesaba el espíritu de la España cañí que representaba el toro. De hecho, los elementos independentistas más radicales habían iniciado años antes una campaña de eliminación de los famosos toros de Osborne, acudiendo a la nocturnidad para derribarlos. Como el que no quiere la cosa, en Cataluña se vivió una guerra de símbolos entre apasionada y absurda. La historia de ambos símbolos no está exenta de significantes que se les escaparon a los iniciadores de la campaña del burro.
El toro de Osborne, tan odiado por la izquierda separatista, fue diseñado por Manolo Prieto para representar el brandy Veterano. Prieto, colaborador de la agencia Azor, era un redomado comunista, que ideó el famoso toro inspirado en los carteles que el valenciano Josep Renau había dibujado para promocionar las corridas de toros en la España republicana durante la Guerra Civil. Sin embargo, sobre la autoría siempre ha habido discusiones. El 9 de abril de 1998 aparecía en El País el siguiente obituario:
El publicista Miquel Monfort, creador del popular toro de Osborne, ha fallecido a los 62 años de edad a causa de una crisis cardiaca. Monfort había nacido en Terrassa y residía en Sant Cugat. Creó primeramente la empresa Dana y más tarde la agencia MMLB, que hizo campañas por España y América Latina.Pero, sobre todo, Monfort será recordado por crear la figura del toro de la marca Osborne, que desde hace 20 años forma parte del paisaje rural español, está presente en la red viaria y ha sido declarada Patrimonio Nacional. Sin embargo, familiares del dibujante Manuel Prieto, que murió en 1991, reivindicaron ayer para éste la autoría del toro de Osborne.
En cierta medida, hay una explicación a esta reivindicación. Miquel Montfort, desde la agencia MMLB, convenció al grupo Osborne de la fuerza del logotipo de Veterano y les animó para que lo generalizaran a todo el grupo. Gracias a este catalán se inició la difusión de los famosos toros por todo el territorio español. Así, el dichoso toro –tomado ahora como símbolo de lo patriotero y español– tiene algo de izquierdas y algo de catalán.
Las anécdotas sobre el burro catalán tampoco dejan de ser sorprendentes.
El burro catalán, una especie muy apreciada por su calidad en muchas partes del mundo, estaba a punto de extinguirse. La historia de su salvación arranca de mucho antes que la aparición de la famosa pegatina. Joan Gassó, en la comarca del Bergadá, inició hace 40 años la labor de recuperación del garañón catalán, que ya estaba prácticamente extinto. Consiguió, deambulando por los pueblos, juntar un grupo de treinta burras, muchas de ellas excesivamente viejas, y ningún macho cualificado para la monta. Desesperado y sin poder remontar la crianza, le llegaron noticias de que el ejército español aún tenía un semental en condiciones. En el antiguo Cuartel de Caballería de Hospitalet ciertamente había un burro catalán propicio para la reproducción.
Los mandos militares se lo ofrecieron de buen grado, y así, gracias al ejército español, se salvó la especie ahora reivindicada como símbolo por los nacionalistas. Esta anécdota no deja de ilustrar, incluso con cierto gracejo, lo fecunda que puede ser la colaboración, y la esterilidad de la aversión y el rechazo.
Pero la historia del burro catalán da más de sí. Una vez aparecieron las famosas pegatinas, pronto emergió el cainismo. Al teórico autor del burro le cayó pronto un pleito por plagio. Un diseñador de Sant Cugat, José María Fernández Seijó, reclamaba la autoría del dibujo. Tras un proceso judicial, el juez dictaminó una sentencia de lo más curiosa: reconocía a Fernández como verdadero autor intelectual del burro y a Sala como legítimo diseñador de la campaña. El juez estipulaba que las imágenes del burro eran algo diferentes.
A la utilizada para la campaña nacionalista se le había suprimido el flequillo y los genitales del dibujo original. Las metáforas son libres para el lector. Un jesuita, el padre Orlandis, maestro del ya mencionado doctor Canals, solía decir: “El catalanismo ha castrado a Cataluña”, en referencia a la muerte del espíritu tradicional de Cataluña que comportaba la extensión del catalanismo, sobre todo entre elementos eclesiales. De momento, el que resultó castrado simbólicamente con la campaña fue el pobre burro.
El presente libro es peculiar desde su concepción e inicio, pues arranca de un estupor acumulado durante años; del pasmo de quien ha visto transformada la sociedad en la que nació en apenas treinta años; de la sorpresa al comprobar cómo su Barcelona natal era remodelada a golpe de Olimpiadas y modernidad, mientras se vaciaba de los catalanes de toda la vida que había conocido; del asombro provocado al comprobar cómo los que nunca habían sido catalanistas se afanan ahora en ser más nacionalistas que Companys; de la consternación que se sucede al constatar que muchísimos catalanes desconocen los mínimos rudimentos de nuestra historia sin que ello sea óbice para las más estridentes proclamas de nacionalismo. En definitiva, este libro es como un intento, igualmente vano, de despertar de un mal sueño; de reafirmarse en que lo que cuenta la historia oficial del nacionalismo nada tiene que ver con la realidad histórica.
Vaya por delante que no se ha pretendido escribir un libro de historia, ni siquiera ensayar una teoría política del nacionalismo. Éste es un libro dehistorias, de personajes concretos, de sus actitudes, sus sentimientos y sus acciones. Es preferible que ellos hablen por sí mismos, más que plantear cuestiones ideológicas sobre el nacionalismo catalán. De hecho, aunque alguien pudiera pensar lo contrario al culminar su lectura, no es un texto escrito contra nadie, sino que tiene como intención acercar a los catalanes a su propia historia, así como al resto de España, para que comprenda lo que el pueblo catalán ha sido y debería seguir siendo. En resumen, es un libro motivado por el amor a una realidad y no por el odio a una idea.
Origen: Libertad Digital
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