jueves, 6 de agosto de 2015

La tramposa comodidad del antisistema

Una de las costumbres más curiosas de una parte de la sociedad española es que se empeña en cuestionar la democracia y el capitalismo, sin proponer nada concreto como alternativa.
Hay, por doquier, voces que intentan convencernos de que el capitalismo ha generado una sociedad donde los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, y ese latiguillo se repite una y otra vez a pesar de que la pobreza en el mundo se ha reducido en un 80% desde 1970, un proceso que ha ido a la par del aumento de la libertad económica y de la globalización. Pero incluso obviando ese hecho, hay que preguntarse qué proponen a cambio los antisistemas. Llevo años debatiendo con anticapitalistas de todo tipo, que consideran que el libre mercado es el peor de los males, pero muchos no quieren concretar cuál es la alternativa que proponen: ¿tan mala es que ni siquiera se atreven a sugerirla? En el caso de la izquierda las alternativas son bien conocidas: desde el marxismo-leninismo que consiguió hundir las sociedades sometidas a dictaduras comunistas, hasta el llamado “socialismo del siglo XXI” que está arruinando a Argentina y Venezuela. Desde cierta derecha se critica al capitalismo, con frecuencia, desde la nostalgia de las viejas sociedades agrarias, la añoranza del gremialismo medieval o la apelación al comunitarismo o al cooperativismo, como si fuesen la garantía de un mundo feliz en su dimensión económica. ¿Cómo aplicar tales modelos a un mundo globalizado en pleno siglo XXI sin hacernos retroceder muchos años en avances tecnológicos? La nostalgia de pasados idealizados rara vez acierta a concretarlos.
En el terreno político, nunca el mundo ha disfrutado de tantos espacios de democracia, con todos sus defectos, por supuesto. ¿Qué proponen nuestros antisistemas como alternativa frente a lo que unos llaman democracia burguesa, y otros etiquetan como un liberalismo al que atribuyen connotaciones pecaminosas? Pues si en el caso económico rara vez se atreven a decir qué es lo que se proponen, en el ámbito político aún son más recatados. Ciertamente, que un pueblo no siempre rebosante de cultura elija en las urnas a sus gobernantes no es un modelo perfecto. Estoy dispuesto incluso a aceptar que es la peor idea que se nos puede haber ocurrido, siempre que añadamos el matiz que señaló Winston Churchill en 1947:
“Muchas formas de gobierno han sido juzgadas y serán juzgadas en este mundo de pecado e infortunio. Nadie pretende que la democracia sea perfecta u omnisciente. De hecho, se ha dicho que la democracia es la peor forma de gobierno, si exceptuamos todas las demás formas que han sido probadas de vez en cuando.”
Hay otros modelos, claro: dictaduras comunistas, dictaduras fascistas, monarquías tradicionales, monarquías absolutas, repúblicas aristocráticas, dictaduras teocráticas… Sigo esperando impaciente a que los críticos de la democracia concreten qué es lo que proponen a cambio. ¿Tan malo es que no se atreven a decirlo? Ya sé que es más cómodo moverse en el terreno de la crítica que en la concreción de alternativas, pero cuando se hace eso por costumbre, ocultando una y otra vez qué es lo que se propone a cambio, entonces ya estamos ante algo peor que la comodidad: estamos ante una trampa que implica ocultar lo que se quiere porque es peor que aquello que se critica.

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