miércoles, 26 de agosto de 2009

El cartero del Estatuto



Se supone que el Estado de Derecho se rige en teoría por el imperio de la ley, pero en el cuadro estupefaciente de nuestra degradada democracia ya ni siquiera produce asombro que altas autoridades se manifiesten dispuestas a desacatar al más alto tribunal si emite una sentencia que les contraría.
Afirma Ignacio Camacho en ABC que hemos llegado a un nivel de descomposición moral de la política que a nadie le llama la atención que el presidente de la Generalitat -máximo representante del Estado en Cataluña- y el del Parlamento autonómico declaren con máxima seriedad su intención de ignorar cualquier fallo adverso sobre el Estatuto que ampara sus cargos.
Los tipos encargados de redactar las leyes y hacerlas cumplir se niegan -preventivamente además, lo que viene a constituir una coacción o una amenaza- a someterse a cualquier veredicto judicial que les parezca inconveniente, y lo hacen alegando la supremacía de los pactos políticos.
A su espíritu de insubordinación añaden así una severa dosis de ignorancia sobre los fundamentos jurídicos del sistema que ellos mismos encarnan; en cualquier país normal gente así sería víctima del oprobio de la opinión pública, pero no es descartable que aquí la veamos pronto ennoblecida por su briosa resistencia en nombre del soberanismo identitario.
En este ambiente envilecido por la prevalencia del sectarismo el Tribunal Constitucional se ha convertido en un pelele al que todo el mundo zarandea sin que ninguno de sus miembros, y menos su dócil presidenta, se levante a defender su independencia y su rango.
Su capacidad de resistir la presión parece de una fragilidad alarmante. La sentencia del Estatuto está bloqueada porque se ha convertido en la clave de una posible crisis de Estado, y no hay nadie con jerarquía bastante para proclamar que el problema no lo han creado los jueces con su criterio sino los políticos con su desvarío.
Fueron ellos, con Zapatero a la cabeza, los que impulsaron el Estatuto a trompicones -«como sea»-, lo arrastraron por un peñascal jurídico y trataron después de naturalizar el apaño a base de hechos consumados.
Ahora, consciente de que el infumable texto no cuadra con la Constitución por muy laxas que sean las interpretaciones de sus egoístas preceptos, al Gobierno le entran sudores fríos en plena canícula sólo de pensar que el cartero del TC le traiga de vuelta el paquete, y está dispuesto a cualquier cosa con tal de verlo pasar de largo sin llamar al timbre.
Incluso a demoler el poco prestigio que le queda a la justicia como ultima ratio de la democracia.
No estamos, como sugiere Montilla, ante un choque de legitimidades sino ante un conflicto entre el derecho y la política; si prevalece la política será un enjuague ignominioso que dará la puntilla al sistema y lo convertirá en papel mojado sometido al pragmatismo cínico de una clase dirigente autista.
VÍA ABC

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