Asunto delicado el de la SGAE, como escribe Carlos Herrera en ABC. Y poor varias razones resumibles en una sola: tienen en contra todas las valoraciones apriorísticas que puedan realizarse a día de hoy.
Pase lo que pase, quiero decir, la SGAE es sospechosa: lo menos grave que se puede decir de ellos es que se trata de una codiciosa agencia de cobro que no perdona ni un entierro. Permítanme que a lo largo de unas líneas reme en sentido contrario aunque sólo sea por ese sexto sentido compensatorio que tenemos los que siempre sospechamos de la unanimidad en el linchamiento.
La Sociedad de Autores es un ente administrativo que tiene el mandato de los «autores» españoles de velar por sus intereses reconocidos por la ley.
Un autor vive del acierto de su creación y lo hace de manera discreta: si usted o yo tarareamos «tengo una vaca lechera» significa que alguien acertó en la creación de esa melodía y de esa letra y significa, evidentemente, que merece una parte de los beneficios que obtengamos con el tarareo de la pieza.
Si no produce beneficio, es decir, si la cantamos usted y yo en el transcurso de una fiesta privada, el autor se considerará pagado con el prurito de ser objeto de diversión; pero si obtenemos un dividendo de nuestro tarareo, bien porque hayamos cobrado entrada a los vecinos, bien porque una televisión transmite nuestra actuación, parece lógico que destinemos una cantidad de nuestro estipendio a quien nos ha brindado el argumento cantable.
Hasta aquí supongo que todos estamos más o menos de acuerdo. Algunos episodios recientes, no obstante, han puesto a esta sociedad a los pies de los caballos, me atrevo a decir que de forma un tanto injusta.
Ya sé que no me voy a convertir en el columnista más popular del día, pero permítanme un ejercicio moderado de comprensión. Si la SGAE procede al cobro de los derechos de autor en un festival benéfico es porque nadie le ha pedido a los autores que cedan los derechos de sus canciones para el objeto en cuestión, cosa que podría hacerse si la sociedad de autores dispusiera de un protocolo que le evitara estos sofocones -y que igual tiene, cosa que desconozco-.
Si la misma sociedad cobra por los derechos de autor del Himno de Andalucía que los herederos de los autores cedieron a la Junta de Andalucía es porque dichos herederos no formalizaron en documento alguno dicha cesión y porque siguen percibiendo los devengos correspondientes.
Si la SGAE cobra su parte preceptiva en un festival dedicado a beneficiar al objeto que sea menester, está haciendo más o menos lo mismo que los músicos que acompañan a un artista -casi nunca actúan gratuitamente- o que la compañía que sirve la luz para el concierto, que jamás la brinda de forma altruista.
Así permanentemente. Nada ocurriría si, efectivamente, dicha sociedad se desproveyera de esa imagen de cobrador voraz e implacable y explicara a los ciudadanos que lo que hace es absolutamente consecuente: si cobra el intérprete, es lógico que cobre -infinitamente menos- el autor que propicia dicha intervención.
Tiene, a mi entender, una suficiencia o una resignación que no le es precisamente beneficiosa. Debería intensificar una política de comunicación que no le deje siempre a los pies de los caballos y que explique que la creación no puede ser gratuita. La «cultura», nos guste más o menos, tiene que pagarla alguien.
Nos aferramos a casos puntuales en los que, evidentemente, se cometen excesos fácilmente corregibles, pero no nos engañemos, en el fondo del conflicto anida la duda de que un autor deba cobrar durante unos cuantos años por el acierto de su composición, cosa que a mi entender debe ocurrir.
Y a mí no me miren: yo sólo le he puesto letra a una canción que hasta la fecha no me ha deparado ni un solo euro. Con lo bonita que era.
Pase lo que pase, quiero decir, la SGAE es sospechosa: lo menos grave que se puede decir de ellos es que se trata de una codiciosa agencia de cobro que no perdona ni un entierro. Permítanme que a lo largo de unas líneas reme en sentido contrario aunque sólo sea por ese sexto sentido compensatorio que tenemos los que siempre sospechamos de la unanimidad en el linchamiento.
La Sociedad de Autores es un ente administrativo que tiene el mandato de los «autores» españoles de velar por sus intereses reconocidos por la ley.
Un autor vive del acierto de su creación y lo hace de manera discreta: si usted o yo tarareamos «tengo una vaca lechera» significa que alguien acertó en la creación de esa melodía y de esa letra y significa, evidentemente, que merece una parte de los beneficios que obtengamos con el tarareo de la pieza.
Si no produce beneficio, es decir, si la cantamos usted y yo en el transcurso de una fiesta privada, el autor se considerará pagado con el prurito de ser objeto de diversión; pero si obtenemos un dividendo de nuestro tarareo, bien porque hayamos cobrado entrada a los vecinos, bien porque una televisión transmite nuestra actuación, parece lógico que destinemos una cantidad de nuestro estipendio a quien nos ha brindado el argumento cantable.
Hasta aquí supongo que todos estamos más o menos de acuerdo. Algunos episodios recientes, no obstante, han puesto a esta sociedad a los pies de los caballos, me atrevo a decir que de forma un tanto injusta.
Ya sé que no me voy a convertir en el columnista más popular del día, pero permítanme un ejercicio moderado de comprensión. Si la SGAE procede al cobro de los derechos de autor en un festival benéfico es porque nadie le ha pedido a los autores que cedan los derechos de sus canciones para el objeto en cuestión, cosa que podría hacerse si la sociedad de autores dispusiera de un protocolo que le evitara estos sofocones -y que igual tiene, cosa que desconozco-.
Si la misma sociedad cobra por los derechos de autor del Himno de Andalucía que los herederos de los autores cedieron a la Junta de Andalucía es porque dichos herederos no formalizaron en documento alguno dicha cesión y porque siguen percibiendo los devengos correspondientes.
Si la SGAE cobra su parte preceptiva en un festival dedicado a beneficiar al objeto que sea menester, está haciendo más o menos lo mismo que los músicos que acompañan a un artista -casi nunca actúan gratuitamente- o que la compañía que sirve la luz para el concierto, que jamás la brinda de forma altruista.
Así permanentemente. Nada ocurriría si, efectivamente, dicha sociedad se desproveyera de esa imagen de cobrador voraz e implacable y explicara a los ciudadanos que lo que hace es absolutamente consecuente: si cobra el intérprete, es lógico que cobre -infinitamente menos- el autor que propicia dicha intervención.
Tiene, a mi entender, una suficiencia o una resignación que no le es precisamente beneficiosa. Debería intensificar una política de comunicación que no le deje siempre a los pies de los caballos y que explique que la creación no puede ser gratuita. La «cultura», nos guste más o menos, tiene que pagarla alguien.
Nos aferramos a casos puntuales en los que, evidentemente, se cometen excesos fácilmente corregibles, pero no nos engañemos, en el fondo del conflicto anida la duda de que un autor deba cobrar durante unos cuantos años por el acierto de su composición, cosa que a mi entender debe ocurrir.
Y a mí no me miren: yo sólo le he puesto letra a una canción que hasta la fecha no me ha deparado ni un solo euro. Con lo bonita que era.
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