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DESCANSE en paz el Palacio del Sur. Un muerto que ha hecho correr tantos ríos de tinta desde que un avezado político tuvo la feliz ocurrencia de convocar a la flor y nata del firmamento arquitectónico, bien vale una misa. Lo que humo fue desde su génesis, hace ya siete años, polvo sigue siendo. Hagámosle, pues, aunque sea tarde, un entierro como se merece. Que no falten ciriales, monaguillos y plegarias. Que dejen de pasear al difunto, ese centro de congresos megalómano que se ha trocado en descarnado espectro del fracaso un gobierno incapaz de aceptar la pérdida, como una viuda abandonada al desconsuelo en una noche de vigilia y lágrimas.
Colgemos un crespón negro en el Consistorio en señal de sentido duelo. Que doblen las campanas de bronce de San Pablo. Que Urbanismo, al que no le han dolido prendas de sacar la chequera para reanimar un proyecto atrapado en un laberinto sin salida, contrate un coro de plañideras que rompan en compulsivo llanto para encomendar el alma de ese cadáver gafado y facilitar así su reposo eterno.
Puestos a escenificar el funesto espectáculo, propongo que la alcaldesa se cubra la cabeza con una toquilla de luto y encaje, que, con el rostro contrito como una troyana griega que pena una culpa infinita, abra el paso del cortejo fúnebre de autoridades. Que tras ella vayan en respetuosa fila José Mellado y Andrés Ocaña, sin rabia ni rencores, aunque sean los padres quienes, en contra del ciclo natural de la vida, den sepultura al hijo exangüe. Que lleven en bandeja de plata el pavo corrompido de las Navidades pretéritas como si fuera un besamanos. Que no falte su autor, Koolhaas, exponente excéntrico y divino de esa Córdoba imposible, tampoco el negro que le aliviaba el trabajo en el despacho de la OMA, ni el tiburón financiero de Ferrovial con su incansable letanía del quiero y no puedo y rosario en mano. Que dicten un bando por el luctuoso suceso para que la ciudad, que nunca se tragó la ficción de la inmortal maqueta, se vuelque en el sepelio y le rece un responso con el redoble lejano de tambores.
Cuando un proyecto ya no va a ninguna parte y todo su precario tinglado se desmorona como un castillo de arena, es mejor el vacío y el silencio -por grave e insoportable que resulte- que persistir en el engaño como un niño caprichoso. Ya lo dejó escrito Lorca: «Te has muerto para siempre como todos los muertos de la Tierra». No paran de repetirlo los psicólogos: asumir la derrota es el primer paso para reconducir el rumbo. El tiempo perdido ya es irrecuperable. Aún así, los rectores municipales se enrocan en su fracaso y se resisten a retirarle al difunto la ventilación asistida después de siete años de agonía. Adivinando ya su triste final, en vez de salvarlo, buscaron aplazar artificialmente su deceso, ganar tiempo para acallar los ecos de sufrimiento bajo una campana de anestesia. Tan hundida está su credibilidad, tan cuestionada su autocomplacencia suicida, que ya no saben cómo enterrarlo sin que les quede cara de verdugos. En el fondo, temen que el pueblo ajuste cuentas. Que acaben pagando ellos con su cabeza el precio de una muerte tan cara como insensata.
Colgemos un crespón negro en el Consistorio en señal de sentido duelo. Que doblen las campanas de bronce de San Pablo. Que Urbanismo, al que no le han dolido prendas de sacar la chequera para reanimar un proyecto atrapado en un laberinto sin salida, contrate un coro de plañideras que rompan en compulsivo llanto para encomendar el alma de ese cadáver gafado y facilitar así su reposo eterno.
Puestos a escenificar el funesto espectáculo, propongo que la alcaldesa se cubra la cabeza con una toquilla de luto y encaje, que, con el rostro contrito como una troyana griega que pena una culpa infinita, abra el paso del cortejo fúnebre de autoridades. Que tras ella vayan en respetuosa fila José Mellado y Andrés Ocaña, sin rabia ni rencores, aunque sean los padres quienes, en contra del ciclo natural de la vida, den sepultura al hijo exangüe. Que lleven en bandeja de plata el pavo corrompido de las Navidades pretéritas como si fuera un besamanos. Que no falte su autor, Koolhaas, exponente excéntrico y divino de esa Córdoba imposible, tampoco el negro que le aliviaba el trabajo en el despacho de la OMA, ni el tiburón financiero de Ferrovial con su incansable letanía del quiero y no puedo y rosario en mano. Que dicten un bando por el luctuoso suceso para que la ciudad, que nunca se tragó la ficción de la inmortal maqueta, se vuelque en el sepelio y le rece un responso con el redoble lejano de tambores.
Cuando un proyecto ya no va a ninguna parte y todo su precario tinglado se desmorona como un castillo de arena, es mejor el vacío y el silencio -por grave e insoportable que resulte- que persistir en el engaño como un niño caprichoso. Ya lo dejó escrito Lorca: «Te has muerto para siempre como todos los muertos de la Tierra». No paran de repetirlo los psicólogos: asumir la derrota es el primer paso para reconducir el rumbo. El tiempo perdido ya es irrecuperable. Aún así, los rectores municipales se enrocan en su fracaso y se resisten a retirarle al difunto la ventilación asistida después de siete años de agonía. Adivinando ya su triste final, en vez de salvarlo, buscaron aplazar artificialmente su deceso, ganar tiempo para acallar los ecos de sufrimiento bajo una campana de anestesia. Tan hundida está su credibilidad, tan cuestionada su autocomplacencia suicida, que ya no saben cómo enterrarlo sin que les quede cara de verdugos. En el fondo, temen que el pueblo ajuste cuentas. Que acaben pagando ellos con su cabeza el precio de una muerte tan cara como insensata.
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