Las amenazas de Biden producen infinito desdén a talibanes y a Daesh, que desprecian nuestro miedo.
Afganistán es el último escenario de una feroz batalla librada entre la fuerza del terror y la que atribuimos al humanismo cristiano que sustenta nuestros valores occidentales. Un combate más entre los muchos que jalonan la historia, a menudo decantados en favor de la brutalidad. Porque el miedo es un motor sin igual; probablemente el estímulo más poderoso de cuantos motivan al ser humano. El miedo vence con demasiada frecuencia a las creencias, los principios, los anhelos e incluso el amor. Únicamente la valentía es capaz de hacerle frente, pero se trata de un atributo en peligro de extinción, dado que el pensamiento dominante lo ha convertido en algo inútil y hasta condenable, para encumbrar el relativismo ‘dialogante’ que ha de llevarnos a entendernos con el mismísimo diablo. De ahí que asistamos al avance imparable de las huestes cuyo estandarte es la ausencia de límites en la disposición a causar muerte y dolor. Esos jinetes de Apocalipsis nos contemplan con desprecio, porque a sus ojos nuestros titubeos solo reflejan debilidad. Las razones que esgrimimos para justificar nuestros actos erráticos no les infunden respeto alguno ni mucho menos temor. Ellos han logrado hacerse respetar aterrorizando con sus ejecuciones sanguinarias, sus lapidaciones y su barbarie a sus propios compatriotas, incapaces de plantarles cara si exceptuamos al hijo del mítico ‘León del Panshir’, que resiste heroicamente atrincherado en su valle. De igual modo han vencido a la coalición formada por las naciones más ricas y desarrolladas del orbe. No nos ha derrotado la orografía, ni la guerrilla, ni el desgaste, ni el cansancio, sino el miedo. El arma más letal de cuantas ha utilizado el hombre. Hitler pudo adueñarse de Europa por la cobardía de Daladier y Chamberlein. Stalin se aprovechó en Yalta de la fragilidad de un Roosevelt enfermo para establecer su dominio sobre medio continente. La China comunista tuvo su prueba de fuego en Tiananmén y, ante la pasividad de las Naciones Unidas y demás organismos internacionales, cerró aún más el puño de hierro con el que atenaza a su población mientras extiende por los cuatro puntos cardinales su execrable modelo de explotación económica. ETA tuvo en su mejor momento unos cuatrocientos pistoleros en nómina, pero arrodilló a toda una sociedad, acongojada ante sus matones, y acabó por doblegar al mismísimo Gobierno de España cuando Zapatero claudicó y puso en marcha un proceso infame que Sánchez honra a día de hoy convirtiendo a sus herederos en socios y consintiendo homenajes infames a terroristas y asesinos múltiples. La razón carece de fuerza cuando quien la esgrime se arruga.
Ni Daesh ni los talibanes se inmutan oyendo decir a Biden que dará caza a los autores de los atentados perpetrados en Kabul. Su vergonzosa retirada debe de producirles un infinito desdén. En Afganistán la partida se juega entre dos monstruos crecidos que compiten entre sí por ver cuál consigue imponer su propio imperio del terror.
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