El vicepresidente de la nación contra la que los fugitivos se sublevaron niega a España la condición de Estado democrático
Si los partidos sistémicos europeos hubiesen votado ayer a favor de la inmunidad de Puigdemont, habrían enviado a todos los separatistas de la Unión el mensaje de que pueden sublevarse contra sus respectivos ordenamientos constitucionales. Aun así hubo diputados liberales, socialistas y populares que se desmarcaron de la disciplina de grupo para dar amparo a los prófugos catalanes, de tal modo que junto a la extrema izquierda, la ultraderecha francesa y un racimo de nacionalistas diversos -entre ellos los españoles, eslovenos y flamencos-, el expresidente huido cosechó un notable apoyo superior al cuarenta por ciento. En este bloque se alinearon significativamente todos los aliados del Gobierno de Sánchez encabezados por Podemos, cuya presencia en el Gabinete no le impide revocar el juramento de hacer cumplir las leyes que aplica el Tribunal Supremo. La naturalidad con que el presidente sobrelleva esta contradicción forma ya parte de un panorama político en el que la anomalía ha dejado de serlo para convertirse en una rutina, en un método, en un rasgo de estilo. El mayor éxito del sanchismo consiste en haber regularizado por vía de hecho la extravagancia de un Ejecutivo en el que una porción relevante de ministros se muestra indulgente o complaciente con el delito, cuando no sospechosa -ocho causas judiciales abiertas- de haberlo cometido.
Los europarlamentarios españoles partidarios de que Puigdemont y sus colegas no comparezcan ante la justicia forman una coalición paralela a la de Sánchez e Iglesias, quien ha logrado convertirse en el eje y factótum de una extraña correlación de fuerzas capaz de permitirle mantener un pie dentro del poder y otro fuera. Con el primero enreda todo lo que puede y con el segundo se sube a cualquier iniciativa contra el sistema. Lo mismo alienta la violencia callejera que intenta bloquear la euroorden del magistrado Llarena o trata al líder de la sedición independentista como un exiliado político merecedor de la protección de Bruselas. La verdadera inmunidad es la suya: está blindado por la certeza de constituir para su socio la garantía imprescindible de supervivencia. Ni siquiera le inquieta demasiado su declive en las encuestas porque sabe que la mayoría absoluta del PSOE es una quimera y que sus escaños y los de Esquerra seguirán siendo decisivos para cerrar el paso a la derecha. En su pacto de Gobierno existe una cláusula encubierta que le otorga margen para escenificar la disidencia.
La de ayer es grave. Significa que un partido que participa en la dirección del Estado considera que en España no existe un régimen de pleno derecho democrático. Que el vicepresidente de la nación contra la que los fugitivos se sublevaron comparte la tesis victimista de los abogados de Waterloo. Y que su permanencia en el cargo representa el oblicuo beneplácito de quien no se atreve a alejarlo de su lado.
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