A un gestor no se le juzga por su flema, sino por sus resultados
Hasta enero, en que fue nombrado ministro, Salvador Illa, de 54 años,
sabía tanto de sanidad como yo de la cría de la llama en el altiplano de
los Andes. Illa nació en un pueblo del interior de Barcelona, hijo de los
dueños de un pequeño taller textil, y estudió en los escolapios. Se
licenció en Filosofía y luego hizo un máster de gestión en el IESE. Tras
trabajar brevemente como profesor asociado, a los 29 años comenzó a
vivir de la política como alcalde de su pueblo, La Roca, y hasta hoy...
En 2016, Iceta lo eligió como secretario de organización del PSC. En
los últimos años venía viviendo de diversos cargos en el Ayuntamiento
de Barcelona, hasta que
Sánchez lo promovió a ministro de Sanidad. Pero el objetivo real no
era que se ocupase de la salud pública -¿cómo iba a hacerlo si carecía
del más mínimo conocimiento?-, sino que actuase como embajador
del Gobierno ante el separatismo catalán, a fin de sostener a Sánchez
en el poder. Y a eso se dedicaba Illa a comienzos de año, hasta que
apareció un imprevisto: el Covid-19.
Illa tiene buen cartel. En el «progresismo» destacan que es «un
magnífico gestor público». Muchos españoles comparten esa opinión y
celebran su talante tranquilo y su tono educado. Illa gasta imagen a lo
Clark Kent, con sus gafas de pasta, su flequillo bien dibujado, inmune
por magia química a toda cana, y unos ternos azul marino de corte
exacto. Illa transita por el carajal de la política española con la
elegancia del gentleman. Estupendo. ¿Y qué tal lo ha hecho? Aquí
surge el problema. A un gestor no se lo juzga por su flema, sino por
sus resultados, y los de Illa -ay- son un desastre.
No falta de nada. Con el evidente ejemplo italiano ante nuestras
narices, no se quiso enterar de la magnitud de la epidemia. Asesorado
por el doctor Simón -el Mr. Magoo de la epidemiología, el sabio que
no ve una-, Illa tardó en tomar medidas y toleró impávido las
imprudentes marchas del 8-M. Perdió preciosas semanas hasta
adoptar una decisión clara sobre la mascarilla. Ostentando el mando
único, fue incapaz de equipar a nuestros sanitarios, que batallaban tan
desprotegidos que sufrieron récords mundiales de contagios (el
progresista «The New York Times» los apodó «los kamikazes»). Illa
compró el material con retraso y chapuceramente. Se inventó con
Simón un «comité de expertos» que hoy sabemos que no existía, y se
niega en redondo a facilitar los supuestos nombres cuando
Transparencia se los reclama en un elemental acto de limpieza
democrática. En la segunda ola, se escaqueó con su jefe Sánchez y
empapeló el problema a las comunidades. Está aquí la Navidad y
somos el único país europeo con 16 protocolos diferentes. Llega la
hora de las vacunas y el gran gestor, una vez más, solo ofrece mantras
tópicos y confusión. Por último, oculta el número real de muertos,único, fue incapaz de equipar a nuestros sanitarios, que batallaban tan
desprotegidos que sufrieron récords mundiales de contagios (el
progresista «The New York Times» los apodó «los kamikazes»). Illa
compró el material con retraso y chapuceramente. Se inventó con
Simón un «comité de expertos» que hoy sabemos que no existía, y se
niega en redondo a facilitar los supuestos nombres cuando
Transparencia se los reclama en un elemental acto de limpieza
democrática. En la segunda ola, se escaqueó con su jefe Sánchez y
empapeló el problema a las comunidades. Está aquí la Navidad y
somos el único país europeo con 16 protocolos diferentes. Llega la
hora de las vacunas y el gran gestor, una vez más, solo ofrece mantras
tópicos y confusión. Por último, oculta el número real de muertos,
cuando España es el tercer país con más fallecidos por millón de
habitantes según la OMS.
Será educadísimo. Se peinará muy bien. Pero yo no lo querría ni para
administral un club de petanca.
Luis Ventoso
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