En una artículo hallado en al Archivo Histórico Nacional, el famoso jefe del Estado Mayor de la Segunda República aseguró que «el pueblo no anhelaba incorporar a la bandera de España el color morado de Castilla». Fue una decisión «arbitraria» para «hacer prevalecer las ideas de la República por encima de las ideas de Nación y Patria»
«El cambio de la bandera hecho por la República constituyó un grave error». La frase que acaban de leer fue escrita, por extraño que les parezca, por uno de los más fervientes y aguerridos defensores del régimen republicano de 1931: el general Vicente Rojo. El hombre que recibió el encargo de defender Madrid durante el levantamiento de las tropas franquistas en 1936 y que, a menudo, es calificado como el «mejor estratega militar de su bando», a pesar de lo cual no tuvo reparos en criticar a su Gobierno por instaurar la enseña tricolor que, según él, «no nació del pueblo, sino de una minoría sectaria».
Esta defensa a ultranza de la bandera rojigualda fue realizada en 1939, pero no fue descubierta hasta 2014 por el abogado Javier Nart en el archivo de la familia Rojo, ubicado en el Archivo Histórico Nacional. Allí estaba junto a buena parte de la correspondencia privada del general responsable de la única gran victoria del bando republicano en la Guerra Civil: la conquista de Teruel. El militar que consiguió, además, retrasar el desastre final con su intervención en las batallas de Belchite, Brunete y el Ebro. Acciones todas ellas con las que obtuvo un gran prestigio entre los sublevados. Tal es así que, al fallecer en 1966 en Madrid, incluso recibió halagos por parte del diario «El Alcázar», el órgano de los excombatientes franquistas, que no fueron censurados por el régimen.
El mencionado texto fue hallado concretamente entre un montón de borradores de artículos que posiblemente estarían destinados a la revista que Rojo fundó en Buenos Aires, «Pensamiento Español», un proyecto editorial destinado a recoger las opiniones de los republicanos en el exilio y, sobre todo, a favorecer la conciliación de los españoles que habían combatido durante el conflicto. Esa fue la idea que debió rondar en la cabeza del general al dejar constancia por escrito de su oposición a la enseña republicana por la que se había jugado la vida. «La cuestión de la bandera es uno de los motivos que estúpidamente dividen a los españoles y que tiene su origen en la conducta mezquinamente partidaria de nuestros políticos», apuntaba al inicio del texto.
Desde el exilio
Rojo había llegado a Argentina con su familia desde Francia en agosto de 1939, a bordo del Alcántara. En este buque viajaba también José Ortega y Gasset. Ya debía llevar su texto encima, puesto que estaba fechado en abril de ese mismo año. Es muy probable que fuera concebido en Vernet-les-Bains, la pequeña ciudad del sur de Francia, muy cerca de la frontera con España, donde nuestro protagonista estuvo viviendo unos meses al acabar la guerra.
En él, Vicente Rojo exponía que «la bandera (rojigualda) que teníamos los españoles no era monárquica, sino nacional. Mientras la bandera de los Borbones fue blanca y la bandera real era un guión morado, la bicolor como enseña nacional fue creada por las Cortes españolas en plena efusión de liberalismo, el constitucionalismo y la democracia. Para diseñarla se tomaron algunos de los colores españoles que la Marina de Guerra venía usando tradicionalmente, los cuales habían dado tono a los guiones reales de los Reyes Católicos (rojo) y de Carlos I (amarillo), que eran también los de la enseña tradicional en Aragón, Cataluña y Valencia».
El general republicano daba tres razones por las que fue un auténtico disparate por parte del Gobierno imponer a los españoles la enseña roja, amarilla y morada: «Primero, porque no respondía a una aspiración nacional, ni siquiera popular. La bandera republicana era desconocida por la inmensa mayoría de los españoles. Segundo, porque se reemplazó una bandera nacional por una bandera partidaria y, con ello, solo consiguió dividir a España. Y tercero, porque no era necesaria y, consecuentemente, tan solo podía producir complicaciones, tal y como sucedió».
Contra los tabúes
Esta opinión no era la que cabría esperar del hombre que, en octubre de 1936, había sido ascendido a teniente coronel y designado jefe del Estado Mayor de las Fuerzas de Defensa comandadas por el famoso general Miaja. Tampoco del hombre que había sido condecorado poco antes con la Placa Laureada de Madrid, la máxima distinción militar, que había sido otorgada únicamente a tres personas más. Pero Rojo no era un general muy común. Era, según muchos historiadores, una figura histórica de gran complejidad, un general católico y conservador que rompió con muchos de los tópicos que se crearon alrededor del Ejército, sin cuestionarse nunca su lealtad a la Segunda República.
El periodista y nieto de nuestro protagonista, José Andrés Rojo, autor del «Retrato de un general republicano» (Tusquets), ponía varios ejemplos de esto durante una entrevista en ABC en 2006: «Un militar de carrera tenía necesariamente que ser franquista. Un católico practicante también se suponía que tenía que ser franquista. Lo mismo ocurría con un hombre de ideas conservadoras, como mi abuelo, que se suponía que tenía que ser franquista, al igual que un patriota español, solo por el hecho de serlo. Pero dentro del Ejército convivían muchas familias. Unas, digamos, más chapadas a la antigua, para las que los militares eran los salvadores de la patria y estaban legitimados para intervenir en política con las armas; y otras, más modernas, que consideraban que el Ejército era una institución que dependía del poder civil y cuyo cometido no era gobernar. Entre estos últimos se encontraba mi abuelo».
Vicente Rojo era un general al que «no le gustaban nada los desórdenes», según lo describió el historiador Jorge Martínez Reverte en este periódico. Un español orgulloso de serlo, en cuyo artículo no solo reflejaba sus sentimientos de rechazo contra la bandera tricolor, sino también su conocimiento de la realidad histórica de su país. «El pueblo no anhelaba incorporar a la bandera el color morado de Castilla –explicaba–. No podía anhelarlo porque la masa del pueblo español ignoraba que el morado fuese el color de Castilla [...]. Los republicanos de la Primera República quisieron introducir su bandera partidaria y crearon la bandera llamada republicana, pero esta no llegó a tener estado oficial y tampoco se popularizó. Nació, según contó el último Presidente de la Primera República, Emilio Castelar, en la Universidad de Barcelona, fundiendo tres colores de tres facultades. No pudo, pues, tener un origen más arbitrario. Por eso no llegó a ser bandera oficial, nacional o popular. Los primeros republicanos, más sensatos que los segundos, no impusieron el cambio».
«¡Viva España!»
Y añadía después: «Ni inconmovible, ni imperdurable ni eterna es la bandera tricolor, porque no nació del pueblo, sino de una minoría sectaria. No crearon pues un símbolo nacional, que ya estaba creado con ese carácter, sino uno de lucha partidario, haciendo prevalecer las ideas de la República por encima de las ideas de Nación y Patria. Hoy los españoles están divididos en torno a dos banderas: tal es el fruto de aquel error [...]. Hay un manifiesto artificio. La injusticia de las persecuciones nada tiene que ver con los colores de la bandera de España. Algunos se apoderaron del grito de “¡viva España!” y se colgaron en un sitio bien visible el crucifijo para proceder en nombre de Dios, pero no por eso los españoles debemos dejar de gritar “¡viva España!”, ni los que sean católicos o protestantes deben renegar de la moral cristiana».
Cuando Rojo explicaba que ya existía un «símbolo nacional», se refería a la bandera establecida por Carlos III en 1785 para la Marina de Guerra, la misma que prácticamente existe hoy con los colores rojo y gualda. Fue esa la que, posteriormente, terminará siendo adoptada como bandera única para todo el Ejército en el Real Decreto de 1843 aprobado por la Reina Isabel II. Según manifestó en 2018 el académico y militar Hugo O’Donnell, durante el acto de celebración del 175 aniversario de la bandera, con esta decisión el monarca español quiso «hacer un gesto a la reconciliación de España».
El historiador Luis Sorando Muzás, por su parte, destaca «el nombre de “nacional” que se dio a esta bandera naval, en contraposición a la Real, en una época en la que el concepto de nación, tal y como lo concebimos hoy, aún no existía». Lo cuenta en su artículo «La bandera rojigualda antes de su instauración para el Ejército», publicado en la «Revista de Historia Militar», que hace referencia a la nueva dimensión que adquirió la enseña tras un largo proceso de transformaciones que duró siglos. El mismo proceso que Vicente Rojo quería poner en valor con su artículo.
Una vez aprobada en 1785, esta bandera se difundió rápidamente, independientemente del régimen que gobernara el país. Ese mismo año pasó a los Correos Marítimos y, en 1786, a las fortificaciones de la costa y a las juntas de Sanidad de los puertos. En 1787, a la Real Compañía de Filipinas y así sucesivamente. Durante la guerra de la Independencia (1808-1814) apareció por primera vez en el batallón de Cazadores de Fernando VII, en Valencia, y, después, en la de los Cazadores Extranjeros. Y de ahí se extendió a todas las guarniciones.
Tuvimos que esperar al Real Decreto de 13 de octubre de 1843 para que se estableciera oficialmente en todas las Fuerzas Armadas. A partir de ahí, se hizo tan popular que pronto empezó a aparecer espontáneamente en los balcones, tendidos taurinos, abanicos y atuendos, hasta hoy.
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