De Sánchez sabemos que su palabra no vale nada. De Cs, que ha mutado de bisagra a veleta
En el Partido Socialista denominan «geometría variable» lo que en español castizo siempre se ha llamado «trilerismo»: una habilidad especial para estafar a los incautos haciéndoles creer que son más listos que quien les engaña. Un arte que requiere rapidez de movimientos, labia, ausencia de principios y falta de escrúpulos, en el que Pedro Sánchez acredita el grado de maestro.
El presidente del Gobierno ganó las elecciones asegurando que jamás metería en su Gabinete a Pablo Iglesias, por las pesadillas que tal presencia le provocaría, y acabó aupándose a la poltrona con la ayuda del líder podemita, a cambio de nombrarle vicepresidente. Esa investidura precisó igualmente el apoyo de ERC y Bildu, a quienes ha colmado de arrumacos desde la
tribuna del Congreso además de hacerles regalos tan valiosos como la cabeza del coronel Pérez de los Cobos, bestia negra de ambos grupos, la «mesa de diálogo» exigida por los independentistas catalanes para tratar su presunto derecho de autodeterminación, o los privilegios otorgados a varios etarras presos, a quienes han podido ir a ver sus familiares mientras millares de españoles permanecían confinados en sus domicilios sin poder visitar a sus seres queridos ni siquiera para despedirse.
El presidente del Gobierno negó la importancia de la pandemia durante semanas, a pesar de las alertas que lanzaban diversos organismos internacionales y otras instancias tan cercanas como el jefe de prevención de riesgos laborales de la Policía Nacional, cesado fulminantemente por su insistencia en que el Cuerpo proporcionara mascarillas y demás material de protección a los agentes desplegados en las calles. Entonces era prioritario preservar a toda costa la manifestación del 8-M y, con ella, el empeño de la izquierda por arrogarse la representación de todas las mujeres, porque el machismo, decían, mataba más que el coronavirus. Ahora resulta que ha sido Pedro Sánchez en persona quien ha salvado cuatrocientas cincuenta mil vidas (ni una más, ni una menos) con el estado de alarma que impuso demasiado tarde y mantiene más de lo necesario. Seguimos sin saber cuántas personas han muerto, porque nos ocultan las cifras reales, pero la maquinaria propagandística ha calculado exactamente cuántas víctimas se han evitado. El cubilete se mueve rápido.
El presidente del Gobierno sacó adelante la penúltima prórroga de esa excepcionalidad rayana en el secuestro colectivo gracias al apoyo de Bildu, previa firma de un documento en el que el PSOE se comprometía a derogar íntegramente la reforma laboral. «Íntegramente», remachó el vicepresidente Iglesias, con dedo amenazador. Un mes después la reforma laboral no se toca, según reconocen las ministras de Trabajo y de Hacienda. Ahora Sánchez ya no hace ojitos a la bilduetarra Aizpurúa sino al portavoz de Ciudadanos, Edmundo Bal, quien ha sucumbido a sus encantos y se muestra dispuesto a negociar los presupuestos generales del año próximo, a poco que nuestro trilero le diga lo que quiere oír. ¿Dónde estará la bolita cuando se produzca ese encuentro? Tendrá que parecer que huye de las pretensiones confiscatorias podemitas en materia fiscal tanto como de las exigencias del separatismo en lo tocante a la soberanía nacional, aunque en realidad esas dos posiciones sigan sobre la mesa, dispuestas ser ocupadas si así conviene a los interses de Sánchez. De él sabemos que su palabra vale lo que tarda en terminar de pronunciarla. De los naranjas, que han mutado de bisagra a veleta. De Podemos, que sus líderes le han cogido el gusto a la moqueta y la mansión. Todo lo cual aleja la posibilidad de un cambio rápido, especialmente porque lo que no sabemos es dónde está o qué pretende el Partido Popular.
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