España es el paradójico país donde ser un fascista se considera execrable -y con razón-, pero donde ser comunista se tiene a gala, aún siendo por volumen de víctimas la ideología más criminal del violento siglo XX. El marxismo, un totalitarismo multifracasado y tan moderno como la bolsa de agua caliente para caldear los pies, ha vivido un inesperado renacimiento por aquí con la eclosión de Podemos.
Sus apóstoles están cortados por un patrón que se repite: chicos universitarios de extracción burguesa, que apenas han trabajado y quieren jabugo para ellos, pero al público le recetan mortadela, propugnando una igualación a la baja de toda la sociedad. Se presentan como paladines de «la gente».
Pero bien acomodados en la política, sus vidas son privilegiadas respecto a las de familias columna vertebral del país, padres con un par de hijos, que aspiran a progresar, que valoran los nexos familiares, que buscan la mejor educación para sus chavales y que trabajan como descosidos para salir a flote.
La visión de la economía de estos populistas neomarxianos es sencilla: los empresarios son unos sinvergüenzas que nadan en dinero y deben ser breados a impuestos. El Estado ha de tener un papel central en todos los órdenes de nuestras vidas, dirigiendo desde nuestros bolsillos hasta nuestros pensamientos, pasando por nuestra alcoba.
La persona no importa, sino «la gente». Como percibió con agudeza el gran liberal ilustrado Constant de Rebecque, «quieren que el individuo sea esclavo para que el pueblo sea libre». Su visión de la política española es pueril: los acuerdos constitucionales de la Transición son hijos del franquismo y no sirven.
Toca derogar «el régimen del 78» y transitar hacia una república igualitaria y federal, con barra libre para todo separatismo que desee romper el país. La justicia española es despreciable, porque «está dominada por la derecha». La libertad de expresión debería quedar en suspenso si un medio es conservador y crítico con el progresismo.
Paradigma de lo descrito es el dirigente comunista Alberto Garzón, que a los 26 años ya era diputado y a los 34 es ministro de Consumo, un cargo original para un simpatizante de las dictaduras de Cuba y Venezuela.
«A la derecha cavernícola le molesta que la gente de izquierdas pueda ser feliz y hacer una vida normal», se lamentaba en 2017, después de las ironías por su normal luna de miel a Nueva Zelanda tras un bodorrio con 270 invitados, cubierto de 300 euros, orquesta y figura de la canción comprometida.
El turismo, hoy en el alero, supone el 15% de nuestro PIB y casi tres millones de empleos. En partes de España todo depende de él. Pero Garzón no ha tenido mejor idea que unas declaraciones despectivas contra el sector, al que acusa de «bajo valor añadido» y de fomentar la precariedad.
A la misma hora en que este atorrante ponía a parir a la primera industria española, Francia anunciaba ayudas por 1.500 millones para su sector e Italia lanzaba su plan para evitar un pinchazo este verano.
Hablemos de valor añadido. ¿Cuál es el de Garzón para la vida de los españoles? ¿Para qué le pagamos?
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Luis Ventoso ( ABC )
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