Esta dramática pandemia se ha convertido en la enésima ocasión para dar la razón a aquel Sánchez que decía que no podría dormir con Podemos en el Gobierno. Hasta la fecha, la influencia de la formación morada -exceptuando a la ministra de Trabajo, que fue desautorizada por anticiparse y distribuir una guía de recomendaciones contra el virus- se ha revelado como una seria rémora para el combate contra el coronavirus.
Su irresponsabilidad va desde el empeño en liderar la fatal manifestación del 8-M en Madrid -cuatro días después supimos del contagio de Irene Montero- hasta la tensa reunión del Consejo de Ministros del sábado, cuando Pablo Iglesias llevó su maximalismo ideológico al límite de la crisis de Gobierno, demorando así unas medidas económicas muy necesarias para impedir el colapso.
Sánchez trazó entonces un cordón sanitario en torno a los de Iglesias, que aspiraba a integrarse en el comité de crisis compuesto por cuatro ministros del PSOE. A cambio, le concedió una bochornosa cláusula, colada de matute en el decreto económico contra la pandemia, para blindarle en la comisión de control del CNI.
Y ahora le permite no solo saltarse la cuarentena a voluntad sino pronunciar mítines políticos bajo máscara institucional a la mañana siguiente de que su partido promoviera en las redes sociales un boicot explícito a la Monarquía. Podemos se resiste a aceptar que no se puede ejercer el poder público y la oposición callejera a la vez.
No se puede arremeter contra Amancio Ortega en campaña y pasar a aceptar su ayuda sin que medie autocrítica. No se pueden imponer medidas de seguridad y convertirse al mismo tiempo en la excepción a la norma que rige para la gente, esa gente que él dice representar aún.
Pero sobre todo, no es admisible la desfachatez de cargar contra el jefe del Estado mientras se coloniza ese mismo Estado con colocaciones de afines que alcanzan el ámbito más doméstico. Estos pendulazos diarios que van rebotando de la oficialidad al agit-prop resultan obscenos.
Los españoles confinados no se merecen un vicepresidente que interpreta los traumas colectivos como oportunidades para protagonizar tentativas rupturistas, como ya hizo con la anterior recesión. Y tampoco se merecen un presidente que se lo tolera.
«No imaginaba que la primera preocupación de la ministra de Defensa fueran las personas sin hogar», afirmó en su comparecencia todo un vicepresidente segundo del Gobierno. Alguno podría apostillar que no imaginaba que la primera preocupación del enemigo de la casta fuera auparse a ella.
Pero esto no va solo de incongruencias biográficas sino de responsabilidad institucional en un momento crítico del país. Si Iglesias acaricia el estado de alarma como trampolín de fantasías bolivarianas, el presidente del Gobierno debería empezar a considerar seriamente la conveniencia de cesarle.
El Mundo
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