EL CAMPO DE MARTE CATALÁN
No se conoce, desde luego, precedente en el que un Gobierno, a la sazón representante máximo del Estado en Cataluña, y un Parlamento legitimen de forma tan artera a unos supuestos terroristas.
Pero tampoco nunca un ex presidente en fuga, como el prófugo Puigdemont, había presumido de que «damos miedo, y más miedo que daremos», según exclamó el 1 de julio de 2017 ante medio millar de alcaldes en la Universidad de Barcelona en abierta amenaza al Estado; ni que otro en ejercicio, su valido Torra, alentara a esas guerrillas de los CDR al grito enronquecido de «Apretad, apretad, hacéis bien en apretar» con ocasión del primer aniversario del referéndum ilegal, tras confesarse uno de ellos y jactarse de que «yo tengo toda mi familia apuntada a los CDR», convirtiéndose en cómplice de sus acciones.
Éste ha pasado de negarse a condenar los actos tumultuarios de los CDR -ni siquiera cuando señalaron con excrementos las sedes del Pdecat y ERC y amenazaron al Govern por no aplicar los resultados del simulacro de referéndum del 1-O- a respaldar su explosivo terrorismo. Es más, según uno de los arrepentidos del Equipo de Respuesta Táctica (ERT) estaba al corriente de los planes y otro de ellos mantuvo contacto directo con él, según la investigación.
En el archipiélago Orwell catalán, merced a su absoluto control de los medios, bien entregados a la mentira, bien resignados a la servidumbre voluntaria de un silencio ominoso, el manejo de la información le permite amalgamar la realidad a conveniencia e incluso hacerla olvidar como si no hubiera sido.
Así, Pilar Rahola, autora de la biografía de MasEl rey Arturo y consejera áulica de Puigdemont, determina que los CDR son «un movimiento cívico, transversal y con gente de buena fe». O la televisión oficial considera «una gran acción mediática» colocar una bomba en el Parlamento.
De este modo, corrobora la distorsión cognitiva del nacionalismo. «El nacionalista -escribió Orwell, que vivió la Cataluña de la Guerra Civil- no sólo no desaprueba atrocidades cometidas por su bando, sino que tiene una notable capacidad para ni siquiera enterarse de ello».
Lo peor, empero, es que esa ceguera voluntaria sea adoptada por aquéllos que, como Chamberlain, han de refrenar y reconducir esa deriva totalitaria. Por más que los votos que hoy los sostienen en La Moncloa provengan de declarados insumisos al Estado, no desean enemistarse con ellos por si han de precisar de sus sufragios tras la ruleta de la fortuna del 10-N o anhelan que, haciéndose los distraídos, devolverán el tigre a su jaula.
En ese delirio de la sinrazón, cobraría sentido la confusa reacción del Gobierno con respecto a la detención del supuesto comando terrorista de los CDR. Llama poderosamente la atención la bronca del ministro Marlaska a los mandos de la Guardia Civil, revelada por EL MUNDO, porque éstos no le pormenorizaron la operación Judas -reveladora denominación que alerta de posibles traiciones- cuando 72 horas le anticiparon el calado de la misma. No se puede desconocer -mucho menos un ministro-juez- que esos guardias civiles, si bien están bajo su mando operativo, son policía judicial y, en consecuencia, se deben al juez de la causa.
Sabedor, además, Marlaska de cómo se la jugaron como magistrado los cargos policiales del ministro Rubalcaba al sabotear el 4 de mayo de 2006, para no interferir las conversaciones secretas de Zapatero con ETA, el desmantelamiento del aparato de extorsión de la banda en el bar Faisán mediante un chivatazo a miembros de la organización sobre su detención inminente.
Como Marlaska hizo figurar en las diligencias sobre la delación, los jefes policiales, más atentos a Rubalcaba como ministro que a él como juez, no le dieron cuenta de la filtración hasta discurridas 72 horas cuando «disponían del teléfono profesional de este instructor y su móvil».
Por eso, al margen de que a Sánchez y a Marlaska les resulte difícil entender algunas cosas cuando su sueldo depende de no entenderlas, parece evidenciarse que ahora como entonces el Gobierno en funciones hubiera preferido que esta operación judicial no se hubiera anticipado a la sentencia del 1-0. Habría supuesto una temeridad que, conociendo la inmediatez de los planes terroristas, el juez García Castellón hubiera supeditado su urgente actuación al calendario político.
Desgraciadamente, quedan atrás aquellos pretéritos tiempos -engañosos por lo demás- en los que los nacionalistas vascos parecían de Marte, a causa del terrorismo, y sus colegas catalanes simulaban ser de Venus. Pero no es que estos últimos, tras 40 años en Venus, hayan mutado de naturaleza para cultivar con entusiasmo los campos de Marte, pues siempre fueron marcianos.
Pese a su máscara venusina, blasonando el cacareado seny de los tiempos dorados del pujolismo, el nacionalismo catalán ha ejercido una violencia, más sutil si se quiere. Pero violencia al fin y al cabo, como sufren hoy en día muchos catalanes que no se someten a las horcas caudinas del separatismo obligatorio.
«¿Cómo es posible -se preguntaba y conviene preguntarse 38 años después- que Cataluña haya caído nuevamente para hundirse poco a poco en una situación dolorosa, como la que está empezando a producirse?». Pues seguramente practicando el mal, mientras proclamaba el bien. Fue la estratagema de un Pujol que, mientras se llenaba los bolsillos, siempre concibió que, «hecho el país, hay que hacer el Estado» en una España que, con respecto al nacionalismo, ha estado guiada por una izquierda ciega y una derecha paralítica.
Francisco Rosell ( El Mundo )
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