A las siete y tres minutos de la tarde de ayer, el magistrado Manuel Marchena pronunció el «visto para sentencia» que ponía fin al juicio penal más importante de la historia de la democracia española. Tras cincuenta y dos sesiones de vista oral, la Justicia puede sentirse orgullosa del trabajo que ha realizado la Sala Segunda del Tribunal Supremo.
La evidencia se ha impuesto a las estrategias iniciales de las defensas, porque el rigor garantista aplicado por el magistrado Marchena, con el respaldo del tribunal, ha asegurado un proceso escrupulosamente respetuoso con los derechos de los acusados y de sus abogados defensores.
Más allá del argumento tópico sobre la «criminalización» de las ideas, el proceso penal sobre el golpe de Estado termina con un fuerte blindaje para su posterior recorrido por el Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Es un tópico del manual independentista afirmar que el juicio contra Oriol Junqueras y el resto de acusados ha sido una persecución a las ideas independentistas. Si fuera así, resulta inexplicable que Torra siga siendo presidente de la Generalitat y que los partidos secesionistas no estén ilegalizados.
Tanto los informes de algunos abogados defensores como las últimas palabras de los acusados volvieron a demostrar que el separatismo catalán vive desconectado de la realidad y pretende que la legalidad constitucional de España se someta a sus delirios.
El juicio que ayer finalizó en la Sala Segunda del TS no es fruto del fracaso de la política, sino de la utilización del poder político para derogar la Constitución y separar a Cataluña de España, mediante un alzamiento público y con violencia.
Entre septiembre y octubre de 2017, el separatismo atacó el orden constitucional. Lo hizo aprobando leyes y decretos contra las decisiones del TC, usando fondos públicos para financiar el proceso separatista, comprometiendo la Administración catalana en una sucesión de actos ilegales, sometiendo a los Mossos al guión del referéndum del 1-O, consintiendo y planificando que se produjeran actos de violencia como un factor más de la movilización social para la independencia.
Claro que hubo violencia en septiembre y octubre de 2017. Hubo la necesaria para movilizar al independentismo en la calle, provocar la reacción de las Fuerzas de Seguridad del Estado y asegurar la votación en el mayor número posible de centros electorales el 1-O. No fue una violencia generalizada porque el separatismo no la necesitó, ya que el poder público autonómico estaba al servicio del proceso de independencia.
Allí donde fue necesaria para repeler la actuación de la Policía y de la Guardia Civil, el separatismo recurrió a la violencia, porque la consulta era necesaria para la posterior declaración unilateral de independencia. La relación finalista entre violencia y derogación de la Constitución, por un lado, y violencia y separación de Cataluña, por otro, era evidente.
Los acusados pretendieron ayer y anteayer sustraerse a las evidencias sobre la violencia para centrarse en una versión naif de lo sucedido: ejercicio democrático, ambientes festivos, ilusión colectiva, derecho a votar. Vuelta a la «revolución de las sonrisas» para confrontar con la versión de los fiscales y para pretender del tribunal que juzgue con sentimentalismo a unos acusados que se presentaron como buenos cristianos, políticos pacíficos y padres de familia. Lo serán, sin duda, pero todo ello es compatible con la acusación de los fiscales, centrada en un delito de rebelión cuyo bien jurídico protegido es la Constitución.
¿Quisieron derogar la Constitución en Cataluña y separar esta Comunidad de España? Esta es la primera pregunta clave que debe resolver el tribunal cuando valore la prueba. Porque si la respuesta es afirmativa, la finalidad del delito de rebelión ya está acreditada, y faltará juzgar si hubo alzamiento público y violento.
En el escenario ideal que se imaginaron los defensores aparecía el Tribunal Europeo de Derechos Humanos como un libertador de los acusados. Este tribunal los despertó del sueño con una sentencia esencial para entender que la prioridad principal de un Estado es hacer respetar la legalidad constitucional y el orden público. Por eso, cuando los jueces europeos avalaron la suspensión de un pleno del Parlament por el TC, dieron un mensaje claro: no existe democracia sin respeto a la ley.
A un juicio inédito le seguirá una sentencia inédita, que la sociedad puede aguardar con tranquilidad porque está en manos de un tribunal que, resuelva como resuelva, es garantía de imparcialidad.
ABC
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