Probablemente han sido tres las ocasiones en las que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad han tenido a Josu Ternera a tiro. Bueno, digamos a mano para no herir sensibilidades. Cuando no era por una cosa era por otra, pero jamás se le detuvo. Incluso una de esas veces hubo de ser advertido para que se quitara de en medio: la técnica consistió en que tres paisanos se acercaran a sus proximidades y pusieran cara de estar buscando.
Él, que estaba avezado en muchas cosas, casi todas siniestras, puso pies en polvorosa. ¿Cómo es posible que en la sociedad del siglo XXI, donde tan difícil es esconderse, pudiera un tipo como ese pasar inadvertido durante más de quince años?: porque había que negociar, que era palabra maldita, pero fue una realidad constante. No estamos hablando de pactar las condiciones de una rendición, cosa que se estableció muy al final, estamos hablando de negociar, tú que me das, yo que te doy. Tu podías detener a Thierry, pero no podías tocar a Josu Ternera, un criminal de un currículo apabullante.
Belloch, antiguo ministro del Interior, lo ha dicho claramente y sin cortarse lo más mínimo: «Ya no hay nada que negociar con ETA». Josu Ternera ya está amortizado. Eso debía saberlo él, Ternera, y sin que eso suponga que no dejara de tomar muchas precauciones, no debería tener muchas dudas de que antes o después acabarían echándole mano.
No me ha sorprendido la extrañeza de Eguiguren, presidente de los socialistas vascos y encargado por Rodríguez Zapatero de negociar con ETA: a buen seguro estaba convencido de que, una vez cerrada la oficina asesina, seguirían haciendo la vista gorda con Urruticoechea y éste podría defenderse en la vida en cualquiera de sus pueblecitos franceses favoritos.
Pero no. Ignoro mediante qué intención -que siempre la hay, siempre-, una vez vuelto a localizar, el dedo pulgar del Gobierno ha señalado hacia el suelo (en campaña electoral): han caído sobre él los gendarmes franceses después de que los guardias civiles le hayan señalado el objetivo, y se disponen a enviarlo ante los jueces del país vecino donde ha de responder de algunos delitos.
Difícilmente llegará a España en condiciones de ser juzgado. Tiene casi 70 años, le esperan cerca de diez en cárceles francesas y está, al parecer, enfermo, aunque desconocemos en qué grado. Puede que venga a ser juzgado por unas causas que habrá que actualizar para que no prescriban, pero a meterse en una prisión española es poco probable a simple vista. En cualquier caso es suficiente saber que, después de tanto periplo, el asesino contumaz en el que algunos ven un realista y sobrevenido hombre de paz, pasa al lado enrejado de la realidad.
No es necesario recordar quién ha sido este individuo. Hoy, en cualquier medio, se detallará de forma minuciosa cada una de sus proezas. Baste anotar en su currículum las órdenes despiadadas que suministró a su yihad durante tantos años como ocupó responsabilidades asesinas en ETA y baste también saber que alguno de los crímenes aún por aclarar podría ser desentrañado si se le invita suavemente a colaborar.
Los muertos de Zaragoza y otros muchos más no se van a levantar de sus tumbas ni van a sentarse a la mesa de la vida en los improbables otoños de sus familias, pero al menos -y aunque les pese a los que tuercen el gesto cuando se detiene a un criminal de esta característica- sentirán el alivio de la justicia tardía, en la prórroga de las cosas, cuando algunos estaban extendiendo una densa capa de olvido sobre toda la sangre derramada. No lo siento por él: mi vergonzante falta de piedad me lleva a celebrar que la vida se le haga interminable en inciertos días llenos de contrición, contrariedad y aburrimiento.
Carlos Herrera ( ABC )
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