De creerse las propias fantasías que proyecta, el “guapo” Sánchez -como se refiere a sí mismo- puede fenecer como el mitológico Narciso. Satisfecho al espejearse en el fondo inmóvil del lago antes de ser engañado por Némesis -la cruel diosa de la venganza- y perderse en sus aguas aparentemente plácidas, el vanidoso replicaba exultante: “Merezco todo lo que tengo”.
Nada que ver con el rey chipriota Pigmalión, quien prorrumpía venturoso: “Tengo más de lo que merezco”. Al igual que le puede acaecer a Sánchez haciendo retratar a su gabinete mientras le jalea al llegar al Consejo de Ministros a modo de rendido culto a su personalidad, Narciso contravino la advertencia del oráculo que le auguró una larga y feliz pervivencia con la condición de que no se enamorara de sí mismo. Un imposible metafísico.
Plenamente consciente de la propaganda como eficaz arma política, Sánchez ha querido erigirse en historiador de su obra de nueves meses y no dejar su prematura biografía al albur del futuro. Pretende así ganarse por adelantado el juicio de la Historia.
Empero, la noria del tiempo sumerge periódicamente sus cangilones en las aguas oscuras del pozo, ocultando entre sombras lo que se tuvo por relucientes episodios y sacando de la penumbra aquéllos que parecían condenados a la profundidad del olvido.
En su camaleonismo, Sánchez evoca a aquel extraño personaje de un relato de Scott Fitzgerald que, en el curso de una fiesta, mutaba en función de quién le rodeaba. En 1983, Woody Allen llevaría a la pantalla la singular historia de Leonard Zelig, el camaleón humano.
En una mezcla de persistencia y ambición por parte de una psicoanalista que traba amistad con él, la doctora descubre, encandilada con su paciente, que todo obedece a su extrema inseguridad. Metamorfosea su apariencia para ser aceptado. Así, al lado de un judío, le crecen barbas y tirabuzones; en compañía de un negro, su piel renegrea y su acento varía.
De igual modo que Zelig, Sánchez se mimetiza en su mutante estrategia para embozar de dónde viene y camino de dónde irá a parar, mientras carga votos -veremos en qué cuantía- a siniestra, donde Podemos cava su marginalidad, y a diestra, cortándose un traje de centrista de ocasión, pero de difícil acomodo. Basta reparar en lo dicho por la ministra Batet al portavoz de Ciudadanos, Juan Carlos Girauta: “No quepo en la Cataluña independentista, pero tampoco en la España que ustedes defienden”, poniendo en pie de igualdad el constitucionalismo y al separatismo.
Asimismo, por mucha versatilidad que adopte, no puede achacar a sus contrincantes un regreso a una España en blanco y negro cuando revive a Francodesenterrándolo y viajará a Alicante a conmemorar el Consejo de Ministros de una República en retirada, cuando los dirigentes del PSOE del exilio y el de González fueron conscientes de sus graves yerros, y así se lo dijo este último a su primer Gobierno del 82: “Que no nos pase como en la II República”. Siguiendo la estela adanista de Zapatero, no parece importarle sacrificar la Transición y la Constitución en el ara independentista.
Por eso, en este tiempo de máscaras del carnaval, se agradece un libro de memorias de este tenor. No tanto para percatarse de lo que Sánchez cuenta que ha vivido, dadas sus mistificaciones, como para descifrar la personalidad de un presidente camaleón, merced a los renglones torcidos con que ha novelado sus vivencias, aunque Samaniego prevenga en una de sus fábulas que “el vulgo, pendiente de sus labios, más quiere un charlatán que a 20 sabios”.
MENOR
Francisco Rosell ( El Mundo )
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