domingo, 2 de diciembre de 2018

Libertad para embrutecerse

Durante un viaje que realizó a Rusia en 1920, el socialista Fernando de los Ríos le preguntó al mismo Lenin cuándo se restablecerían las libertades sindicales, de prensa e individuales. El tirano le respondió que los bolcheviques eran partidarios de la dictadura del proletariado, pese a ser una clase social minoritaria en el país. No titubeó al añadir, con brutal franqueza, que el aldeano ruso, refractario al comunismo, debería elegir entre someterse o ser tratado como un enemigo de guerra. Y concluyó con unas célebres palabras: “El problema para nosotros no es de libertad, pues respecto de ésta siempre preguntamos: ¿Libertad para qué?”
La pregunta de Lenin suele considerarse como una manifestación de cínico despotismo, y sin duda lo es, entendida como expresión retórica. Pero en sentido literal no puede ser más pertinente. Un error de los muchos en los que incurre el hombre moderno consiste en pensar que la libertad se justifica por sí sola, como si aquello en lo que vale la pena emplearla fuera asunto secundario. En realidad, sucede todo lo contrario. Como sentencia Carlos Marín-Blázquez en su excelente opera prima titulada Fragmentos: “Hallar un propósito a su libertad es empresa primordial del hombre.”
El desprecio a la libertad suele ser consecuencia de haberla limitado conceptualmente a la libertad de enriquecerse y de fornicar. Por eso no hay contradicción alguna entre las ideologías emancipadoras materialistas, que reducen al hombre a economía y fisiología, y sus resabios totalitarios. Quienes defienden la libertad de ofender los sentimientos religiosos y patrióticos suelen ser los mismos que querrían prohibirnos decir que el hombre y la mujer se distinguen por sus órganos reproductivos, so pretexto de que así ofendemos a los transexuales.
Cierto liberalismo cursi, tal como lo entiende por ejemplo Estaban González Pons, cree haber dado con la fórmula definitiva cuando defiende tanto a los que se limpian las narices con la bandera de España como a quienes afirman las verdades más elementales. La consecuencia de ello es la supresión de toda jerarquía de valores, y no sólo respecto a la libertad de expresión. Es igual tener tres hijos que decidir abortar, es lo mismo ser monja que prostituta… Todo son decisiones personales en las cuales el Estado no debe interferir lo más mínimo, ni siquiera para incentivar alguna más que otra.
En este contexto de amoralidad relativista es donde los tiranos que se interrogan cínicamente “¿Libertad para qué?” se encuentran con gran parte del trabajo hecho. El Estado te deja abortar, cambiar de sexo y pronto te permitirá comprar bebés a la carta, mediante técnicas de manipulación genética. ¿Qué más quieres? ¿No pretenderás encima poder cuestionar estas libertades, inculcando a tus hijos ideas que supuestamente atenten contra “categorías protegidas”?
El liberalismo clásico (Locke, Montesquieu, Adam Smith) no previó la existencia de una sociedad poscristiana, devastada culturalmente por dos siglos de propaganda subversiva. Como ha señalado Francisco José Contreras en su lúcida obra Una defensa del liberalismo conservador, un Estado liberal, para ser viable, “debe cuidar… el ecosistema moral que hace posible la libertad: por ejemplo, defendiendo la vida, garantizando a los niños una adecuada formación ética y protegiendo el matrimonio.”
Creer que la libertad por sí sola engendrará una sociedad óptima, extrapolando los beneficios evidentes del mercado libre, en el orden económico, a todos los aspectos de la vida, es un completo error. La libertad no es suficiente; de hecho, desvinculada de valores eternos, termina por autodestruirse. Fuera de la atmósfera moral cristiana, en la cual no casualmente se ha desarrollado el concepto occidental de libertad individual, ésta va degradándose insensiblemente en mera libertad para embrutecerse, algo que las tiranías inteligentes siempre han fomentado con gusto.
Publicado por Carlos López Díaz

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