«La novela histórica, la buena, exige un notable esfuerzo de documentación acerca de los modos de vida de las gentes de una determinada época. Ha de conocerse el aspecto de las ciudades, los medios de transporte, la indumentaria, la gastronomía, las diversiones o las creencias. En palabras de don Juan Valera requieren de “una gran precisión arqueológica”»
Hace poco más de doscientos años, en 1814, Walter Scott publicaba Waverley. Está considerada como la primera novela histórica, al no poder encuadrarse como tales ciertos títulos aparecidos en el siglo XVIII, caso de Los Incas, de Jean Françoise Marmontel; El castillo de Otranto, de Horace Walpole, o de El Rodrigo, de Pedro de Montegón. A diferencia de la obra de Walter Scott, la pretensión de sus autores no era conducir al lector hacia un acontecimiento histórico, un personaje o incluso una época pasada. Fueron escritas con un propósito moral o ético, encaminado, según las pautas de los ilustrados dieciochescos, a aleccionar, educar o poner de manifiesto valores considerados por sus autores como necesarios para el mejoramiento de la sociedad, y contaban una historia donde el vicio era castigado y la virtud premiada.
Waverley nacía en el momento de la eclosión del Romanticismo, cuando muchos contemporáneos volvían sus ojos hacia el pasado -principalmente a los siglos de la Edad Media-, buscando unos valores que ahora periclitaban. En cierto modo, la novela histórica nacía como una forma literaria de evadirse de una realidad marcada por las pautas de una burguesía que imponía sus principios al socaire de la naciente revolución industrial. En ese ambiente aparece Waverley firmada con un seudónimo: «El Mago del Norte». Walter Scott temía que su nombre de reputado poeta -la poesía era el género literario que daba lustre a los escritores de la época- quedase en entredicho con aquella novela. El autor había escogido como asunto de su obra el levantamiento jacobita de los clanes escoceses contra los ingleses en 1745, y en ese ambiente el protagonista, Waverley, abogará por el entendimiento entre ambos pueblos en medio de la discordia. La crítica la recibió con hostilidad o, en el mejor de los casos, con una fría indiferencia. Por el contrario, el éxito entre los lectores fue extraordinario. Tanto que su autor se vio obligado a desvelar quién estaba detrás del seudónimo e iniciar la publicación de la serie de aventuras de Ivanhoe. Todas ellas impregnadas de un fondo de nostalgia caballeresca que permitía a sus lectores evadirse de la realidad de su tiempo, bastante más prosaica que el atractivo, misterioso y fascinante mundo medieval.
Su éxito traspasó rápidamente fronteras y en los años siguientes aparecieron novelas como Los Novios (1823). de Alessandro Manzoni; Cinq Mars (1826), de Alfred de Vigny, o El último mohicano (1826), de Fenimoore Cooper. En 1831, Víctor Hugo daba a la estampa Nuestra Señora de París, ambientada en el París medieval y con una acción que discurre en torno a su catedral de Notre Dame, muy dañada por los revolucionarios franceses. El éxito entre los lectores fue tan arrollador que impulsó la reconstrucción del templo de la mano de Violet le Duc. La crítica le dedicó epítetos muy negativos. En España el nacimiento de la novela histórica se vivió con la particularidad a que obligaba la situación política del reinado de Fernando VII, que cercenaba cualquier posibilidad de libertad de expresión. Nuestra primera novela histórica, publicada en 1823, vio la luz fuera de España. Se trataba de Ramiro, conde de Lucena, escrita por Rafael Húmara, vio la luz en París y está dedicada a la conquista de Sevilla por Fernando III. Tres años más tarde, se publicó en Filadelfia Jicotencal sobre la conquista de México por Hernán Cortés. Incluso se produjo la circunstancia de que algunas novelas aparecieron en inglés, escritas por liberales exiliados, como es el caso de Vargas, de José María Blanco White o Gomez Arias or de Moor of the Alpujarras, de Telésforo de Trueba y Cossio, publicadas en Londres.
Hubo quien ligó la novela histórica al romanticismo y entendieron que con su desaparición también llegaría su defunción. Así lo creía, por ejemplo, doña Emilia Pardo Bazán que la declaró fenecida en La cuestión palpitante. Por el contrario, como fue el caso de don Juan Valera, hubo quien sostuvo que no moriría nunca y señalaron que para cultivarla era necesaria mucha preparación y un notable trabajo previo. Según Valera en Apuntes del arte nuevo de escribir novelas, la novela histórica requería de «gran precisión arqueológica».
Los Episodios Nacionales, de don Benito Pérez Galdós; Salambó, de Flaubert; Quo Vadis?, de Henryk Sienquiewicz; Sinuhé el egipcio, de Mika Waltari; Yo, Claudio, de Robert Graves; Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar; Juliano el Apóstata, de Gore Vidal; El nombre de la Rosa, de Humbreto Eco; El hereje, de Miguel Delibes; En busca del Unicornio, de Juan Eslava Galán, o El Cid, de José Luis Corral, jalonan décadas, más allá de los límites cronológicos del romanticismo, de espléndidas novelas históricas que llegan hasta nuestros días y vienen a dar la razón al escritor egabrense.
La novela histórica ha de responder a unos requisitos que, en modo alguno suponen un obstáculo para la creatividad de sus autores. En ella se ofrecen situaciones referidas a los personajes o los acontecimientos de la época en que se enmarcan o se construyen diálogos donde queda reflejada esa época. Responden a lo que Georg Luckáks, en su ensayo La forma clásica de la novela histórica, consideraba su característica principal: la verosimilitud. Al novelista no se le puede ni se le debe demandar el rigor a que está obligado el historiador; sin embargo, ha de exigírsele verosimilitud y capacidad para ambientar acontecimientos y personajes, según el momento histórico elegido. Luckács señalaba que en estas novelas los acontecimientos históricos, si se recurre a ellos, no pueden alterarse, pero los personajes pueden ser ficticios y responder a la creatividad de sus autores. Así ocurre con Renzo Tramaglino y Lucia Mondella en Los Novios; con Quasimodo y Esmeralda en Nuestra Señora de París o con Spendios y Matho en Salambó.
La novela histórica, la buena novela histórica, exige un notable esfuerzo de documentación acerca de los modos de vida de las gentes de una determinada época. Ha de conocerse el aspecto de las ciudades, sus viviendas, los caminos, los medios de transporte, el sistema monetario imperante, el valor del dinero, la indumentaria, la gastronomía, las diversiones o las creencias. En palabras de don Juan Valera requieren de «una gran precisión arqueológica».
Resulta llamativo que a lo largo de estos doscientos años -un curioso fenómeno de pervivencia literaria no compartido por otra clase de novelas-, la novela histórica ha tenido una acogida muy favorable entre los lectores, al tiempo que la crítica la ha rechazado o acogido con frialdad. Ese éxito entre los lectores nos lleva al terreno del interés que despierta la Historia entre el gran público y que revela en nuestro país el éxito de las revistas de divulgación histórica o de las series de televisión. Los historiadores españoles, en gran parte poco aficionados a la divulgación, no han sabido, al menos hasta fecha muy reciente, dar respuesta a ese interés. Muchos lectores a lo largo de estos dos siglos han buscado y buscan en la novela histórica acercarse al conocimiento del pasado que, al fin y al cabo, es el objeto de la Historia, aunque la novela histórica no sea Historia, si bien para ser considerada como tal ha de cumplir unos requisitos que no todas las novelas señaladas como históricas los tienen.
Su éxito entre los lectores debería hacer reflexionar a algunos historiadores sobre el valor que pueden tener para acercar al conocimiento del pasado, en lugar de despreciarlas o rechazarlas de plano.
José Calvo Poyato es Doctor en Historia y escritor
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