Con la llegada de Pedro Sánchez a la Presidencia del Gobierno de España se ha trazado una línea que marca una nítida separación. Siempre la hay cuando se produce un cambio de Gobierno y, más aún, si cambia también el partido gobernante. Pero en este caso hay elementos añadidos que señalan un antes y un después. Por primera vez, quien se convierte en inquilino de la Moncloa, es un perdedor. Sánchez ha perdido de forma estrepitosa las dos elecciones a las que hasta ahora ha concurrido como cabeza de cartel del PSOE. Ha llegado, legalmente, a la presidencia del Ejecutivo -la moción de censura está contemplada en nuestra legislación-, pero lo ha hecho por la puerta de atrás.
Lo ha hecho con el apoyo de los proetarras de Bildu y de los independentistas catalanes. Mala compañía para un presidente de España. Eso bastaría para que quedase delimitada con nitidez la línea de separación. Pero hay mucho más. Hay un Pedro Sánchez antes de ser presidente y otro muy diferente después de serlo. Antes, por ejemplo, se le llenaba la boca abominando de la reforma laboral llevada a cabo por el PP, ahora se ha olvidado por completo de la promesa de suprimirla. Antes comparaba al independentista Torra con Le Pen, la ultraderechista gala, y le llamaba, con toda razón, xenófobo, ahora guarda un silencio vergonzante ante los improperios que Torra sigue vomitando cada día y lo recibe en el Palacio de la Moncloa, pese a llevar prendido un lacito amarillo en la solapa, diciéndole que en la España que Sánchez gobierna hay presos políticos. Antes decía que presidiría un gobierno transitorio, que se encargaría, básicamente, de la convocatoria de nuevas elecciones. Ahora dice que pretende acabar los dos años que le quedan a la legislatura. Antes guardaba un silencio significativo en un asunto de tanto sentimiento como el acercamiento de los presos de ETA al País Vasco y ahora los acerca, como tributo a los proetarras y al PNV.
Hay incluso llamativos cambios «después de después». No se trata de una errata. Es que, recién llegado a la presidencia del gobierno, acogió al pasaje del buque «Aquarius», ofreciendo el puerto de Valencia, cuando los gobiernos de Italia y Malta le habían cerrado los suyos. Ahora, cuando el «Aquarius» vuelve a tener los puertos italianos y malteses cerrados, rechaza la posibilidad de que atraque en un puerto español, con el peregrino argumento de que el buque se encuentra lejos de las costas españolas y señalando que el viaje supone un riesgo. El argumento, además de peregrino es falaz porque, en realidad, el barco está más cerca de las costas españolas de lo que se encontraba la primera vez. Ignoro si este cambio de «después de después» es consecuencia de que Merkel -también con la canciller alemana hay un antes y un después en el concepto sanchista sobre el proceder de la dama de la política europea- le haya leído la cartilla durante sus días en Parque de Doñana o, simplemente, es que se ha dado cuenta de que las mafias que trafican con las personas han encontrado en las costas del sur de España la vía de penetración en Europa que antes tenían en el mediodía italiano.
No ha tenido empacho en que su mujer haya sido contratada por el Instituto de Empresa, como directora de un recién creado África Center cuyo sueldo se mantiene en secreto. Hay un antes y un después que revela la pasta de que está hecho el actual presidente de España.
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