La sentencia es el último episodio de una larga agonía, que situó a la monarquía en una posición complicada. La ambición que siempre tuvo Urdangarin anticipaba que algo iría mal.
Es probablemente el capítulo más negro al que se ha enfrentado la Corona. La entrada en pisión de Iñaki Urdangarin (Zumárraga, Guipúzcoa, 1968) tras la sentencia firme del Tribunal Supremo no tiene nada de inesperada a estas alturas, pero constituye el último episodio de una larga agonía que situó a la monarquía en una posición muy complicada. El golpe de efecto lo dio Felipe VI unos días antes de cumplir su primer año de reinado. Le revocó el título de duquesa de Palma a su hermana, la decisión más tajante que podía tomar de forma unilateral. Desde ese momento, los Reyes cortaron de raíz las relaciones públicas con Urdangarin y la infanta Cristina, a diferencia del rey Juan Carlos y doña Sofía, que siempre mostraron signos de protección y apoyo pese a haber saltado el escándalo. Incluso en privado las cosas no volvieron a ser igual para don Felipe.
Fue en el año 97 cuando Urdangarin llegó oficialmente al Palacio de la Zarzuela. Medallista olímpico, alto, atractivo, con grandes dotes sociales. A todos caía bien. El deportista acaparó la atención de la hija del Rey desde que se conocieron en los Juegos Olímpicos de Atlanta un año antes. Cristina de Borbón (Madrid, 1965) se enamoró hasta las trancas. Así lo recuerdan los que vivieron de cerca aquella época, en un momento en el que la monarquía sí gozaba de altos niveles de reputación y no era cuestionada en los medios de comunicación, que entonces abordaban los asuntos relacionados con la Casa Real de forma muy cautelosa. Aún así, los primeros recelos hacia Urdangarin no tardaron en llegar en muchas personas cercanas a don Juan Carlos. La ambición que aquel joven tenía se veía a kilómetros de distancia.
En realidad, que fuera la persona elegida por la Infanta estuvo en discursión desde el primer momento. No parecía reunir los requisitos necesarios. Ni siquiera tenía una carrera universitaria. En la otra cara de la moneda, era un deportista profesional —la Familia Real siempre ha estado muy vinculada al deporte español—, generaba simpatía y procedía de una familia vasca tradicional, católica y conservadora. Además, Urdangarin vivía en Barcelona (jugaba al balonmano en ese equipo) y, de alguna manera, también se hacían guiños hacia territorios de la España más crítica con el Rey.
Algunos de los que vivieron aquel periodo dicen que supieron ver virtudes donde en realidad no las había. Fuera así o no, al final, esas cualidades coincidieron con un momento en el que las exigencias en el entorno real y en la opinión pública habían disminuido notablemente. Aunque la infanta Elena ya se había casado con Jaime de Marichalar, era el príncipe Felipe el que comenzaba a llenar los titulares de la prensa con los distintos amores que se le atribuían. La sociedad terminó haciéndose a la idea de que la infanta se casaría con el medallista olímpico y también era un tiempo en el que se consideraba que "el que tenía que elegir bien" era el futuro Rey.
La segunda boda real no fue tan rumbosa y esperada como la de la infanta Elena que, además de ser la primera, se celebró en Sevilla con un público muy entregado. Cristina y Urdangarin se casaron en la ciudad condal —ambos se encontraban instalados allí; ella trabajaba La Caixa y él jugaba en la sección de balonmano del FC Barcelona— con cierta acogida popular y el broche final de unos espectaculares fuegos artificiales en Montjuic. Dos años después tuvieron a su primer hijo y fueron ampliando la familia hasta 2005 cuando nació la última de los cuatro. La imagen que desprendían era la de una familia perfecta. Sin embargo, poco después empezaron a llegar los problemas.
Urdangarin nunca escondió sus aspiraciones. Una de ellas, la de presidir el Comité Olímpico Español, del que ya era miembro desde 2002. Hubo quien intentó auparlo y quien buscó frenarlo, pero muchas personas cercanas a la Casa Real ya advirtieron que era "pronto" y se percataron de que intentaba introducirse en círculos de poder e influencia con demasiada celeridad. Existía una sensación de que era necesario pararle los pies. Que su ambición no conocía los límites se supo años más tarde, cuando estalló el caso Nòos y la Fiscalía del Supremo desveló que Urdangarin se había atrevido a abordar negocios impropios desde su posición para los que claramente utilizó el nombre del Rey y la institución con el único fin de lucrarse. "Su posición institucional y su proximidad a la Jefatura del Estado resultó determinante para mover la voluntad de la autoridad que asumió sin cuestionamiento sus propuestas", decía en su escrito.
Y precisamente fue la utilización de esa posición lo que Felipe VI, probablemente, nunca le perdonó. De hecho, la tajante ruptura con su hermana venía precedida de una relación de total cercanía. La idea que durante sus años de juventud trasladaron fue la de que don Felipe y su hermana eran uña y carne y, de hecho, fue ella la que más apoyó al entonces príncipe en su noviazgo con doña Letizia. Sin embargo, la relación entre la ahora Reina y Urdangarin nunca terminó de cuajar y no es ningún secreto que ella siempre se mostró partidaria de marcar la mayor de las distancias en todo lo relacionado con él. Así se lo hizo saber a don Felipe en todo momento y tuvo un efecto evidente.
Pero, pese a las especulaciones y rumores que se iban aireando en torno a la figura de Urdangarin, el punto de inflexión llegó fuera de toda duda en 2004 con la compra del palacete de Pedralbes por importe cercano a seis millones de euros. Más allá de las críticas y reproches en muchos sectores de la sociedad, las sospechas que aquella ostentación levantó fue realmente un antes y un después. El tren de vida de Urdangarin y la Infanta estaba más que cuestionado y ya eran demasiadas personas las que no dudaban en hablar abiertamente de los dudosos negocios del deportista olímpico. En los círculos cercanos a la Casa Real no escondían su preocupación ante lo que parecía una evidencia: el marido de la hija de don Juan Carlos se aprovechaba de su posición para ganar dinero de la forma más ilícita.
Según declaró el propio Urdangarin al juez Castro en 2012, recibió varios toques de atención desde Zarzuela. En 2006 fue el Rey quien le pidió directamente que abandonara sus negocios. Pero no lo hizo. Un tiempo después "la Casa" volvía a pedirle que buscara trabajo fuera de España, pero no fue hasta 2009 cuando aquella petición se materializó. El matrimonio y sus hijos se mudaban a Washington para ocupar un puesto de relevancia en Telefónica y alejarse, de paso, de las polémicas suscitadas. Pero ya era demasiado tarde: en 2011 Urdangarin era imputado por el caso Nòos y la debacle fue inevitable. Dos años después, en 2013 y ya de vuelta en España por culpa de la causa judicial, llegaba la otra imputación histórica, la de la Infanta (que después quedó anulada, y meses después se reconfirmó). Entonces, doña Cristina y sus hijos se mudaban a Ginebra ante el acoso de los medios y la complicada situación que vivían los niños en el colegio.
Más que un jarro de agua fría, se confirmaba el episodio más difícil para la Corona y la imagen de la institución quedó muy perjudicada por el caso. Tampoco ayudó la postura de la hija de don Juan Carlos durante el juicio. Más de 500 evasivas, 412 veces dijo "no se", 82 "no lo recuerdo" y 58 "lo desconozco", entre otras. Aseguró no conocer nada sobre los negocios de Urdangarin aunque, eso sí, manifestó que creía en la inocencia de su marido.
En junio de 2014 con la proclamación de don Felipe las cosas cambiaron radicalmente. El único apoyo que la Infanta recibió públicamente de su núcleo familiar a partir de entonces fue el de la reina Sofía, que no escondía las visitas que hacía a su hija y sus nietos, las celebraciones y los cumpleaños juntos. La relación con Felipe VI, sin embargo, pasó a ser casi inexistente y solo coincidieron de forma muy puntual en actos familiares como funerales (recientemente el de Alicia de Borbón-Parma), siempre evitando estar juntos en un mismo plano. Ni siquiera en la fotografía familiar del pasado enero, cuando don Juan Carlos cumplió 80 años, aparece la Infanta ni sus hijos.
La retirada del título del ducado de Palma fue un gesto sin precedentes en la Jefatura del Estado y una indiscutible demostración de la ejemplaridad y el cambio que Felipe VI quería para la institución, cuya imagen se había deteriorado mucho en los últimos tiempos. La "monarquía renovada para un tiempo nuevo" prometida por el Rey. Una decisión contundente que probablemente requirió de sacrificios personales, porque la realidad es que don Felipe apartó por completo de la actividad de la Corona a parte de su familia.
El Confidencial
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