La exclusiva que este jueves ha dado Libertad Digital profundiza en el conocimiento de una trama formidable y ya inocultable, si se tiene un mínimo de decencia intelectual. La corrupción es un mal terriblemente extendido en la política, la economía y la sociedad andaluzas.
Sobres de ida y vuelta, fiestas con alcohol y cocaína, tejemanejes de todo tipo... Todo alrededor de un grupo de privilegiados, cercanos a o directamente miembros del PSOE y de UGT –muchos de ellos, altos cargos de la Junta–, cuyo único objetivo parecía ser saquear al contribuyente y enriquecerse.
Las cantidades que se van conociendo son de auténtico vértigo: el dinero defraudado en facturas falsas podría superar los 240 millones, el desviado en comisiones de los propios ERE no sería inferior a los 140; y eso sin contar el dinero público descontrolado en los presupuestos: unos 1.200 millones.
Observando estas cifras, resulta obvio que no son la obra de un grupo de pillos actuando en solitario, tal y como se nos quiere hacer creer, sino de una organización delictiva al más alto nivel y, como vemos, enquistada en prácticamente todos los ámbitos de la vida andaluza.
Este es el panorama tras décadas de ejercicio omnímodo del poder por parte de los socialistas andaluces, y a esta metástasis de la corrupción es a lo que se está enfrentando la juez Mercedes Alaya, que, por supuesto, afronta tan hercúlea tarea en la más completa de las soledades.
Cercada desde la política, la judicatura y no pocos medios de comunicación, la juez está afrontando el mayor caso de corrupción de la historia de la democracia sin ayuda alguna y sin siquiera el apoyo moral de órganos como el CGPJ, que muestran en estas ocasiones por qué los partidos han mantenido y profundizado los sistemas de elección que ponen al Poder Judicial bajo control de los políticos.
En estas condiciones, que Alaya ha logrado llevar el sumario hasta donde lo ha llevado es ya, sin duda, un milagro y una heroicidad.
Cada nueva revelación judicial o periodística hace más escandalosa la descomunal hipocresía con la que PSOE e IU se manejan en el ámbito de la corrupción, exigiendo dimisiones y responsabilidades con ligereza en algunas ocasiones y callando, cuando no atacando a los jueces, en otras.
La magnitud económica no es, obviamente, la única medida de la gravedad de un caso de corrupción, y todas las conductas delictivas o reprobables deben tener su castigo penal o político, pero para pedir responsabilidades en casa ajena hay que tener un mínimo de decoro sobre el estado de la propia.
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